Manteles y servilletas
La manera de comer del hombre es hacerlo con las manos, y es tan congénito en nosotros que nos encanta comer las patatas fritas a la inglesa con los dedos y engullir un muslo de pollo a bocados… (Bien es verdad que comida con tenedor la mitad de la carne queda adherida al hueso…).
A medida que el hombre fue civilizándose ganó terreno el aseo, y, consecuentemente, lavarse las manos antes y después de las comidas, y hasta en el transcurso de la comida, cuando las manos chorreaban grasa y salsa. Para sustituir los engorrosos 1avatorios se recurrió a expedientes bastante primitivos.
Los griegos del tiempo de Aristófanes se limpiaban y frotaban las manos con miga de pan, que tranquilamente tiraban al suelo una vez bien impregnada de grasa y salsa[11].
Los orientales hacían otro tanto con una masa hecha con agua y harina, y algunos refinados usaban un procedimiento que hoy día nos repugnaría sobremanera: limpiarse las manos restregándolas en las cabelleras de jóvenes esclavos que para el objeto se sentaban a los pies de sus amos. (Suponemos que las damas harían otro tanto con sus esclavas —tal vez preferirían esclavos, por llevar las cabelleras más cortas y más fáciles de limpiar—; pero ¡qué incomodidad comer con un esclavo a los pies!). Los caballeros y damas de la Edad Media hacían una cosa parecida, sustituyendo las cabelleras de los esclavos con el pelaje de sus perros.
Los escitas usaban como servilletas las cabelleras escalpadas de sus enemigos; cuantas más cabelleras podían presentar, tanto más arrojado y valiente era el poseedor.
En Roma, bajo el reinado de Augusto, eran aún desconocidos manteles y servilletas; la prueba de ello nos la da Ovidio al referimos lo que le acaeció a él; sorprendió la declaración que un rival suyo hacía a su amada, escribiéndola encima de la mesa, con el dedo mojado en vino, y la infiel le contestaba por el mismo procedimiento. Ovidio se consoló de tamaña traición componiendo una elegía.
Posteriormente se introdujo la costumbre de cubrir las mesas con ricos manteles de lino bordado, paños de lana fina y hasta de seda, denominados los motiles. Bien pronto se usaron también servilletas. En un fresco de Pompeya se ve una servilleta colgada junto a unos comestibles; la servilleta parece ser de lienzo y está adornada con flecos.
Petronio, en su Satiricón, menciona la servilleta del grotesco Trimalcion; la describe como hecho; de un hermoso lienzo adornado con bordados y tiras de púrpura, y se mofa de que se la anudara al pescuezo cosa que tan sólo hacía la gente grosera.
Todo esto prueba que la servilleta era de uso corriente entre los romanos. Los clásicos nos dicen también que al principio cada invitado traía su correspondiente servilleta como complemento de su atavío; pero pronto se percataron que los esclavos las aprovechaban para llevarse sus latrocinios envueltos en ellas, y en vista de ello se decidió que el anfitrión proveyera de ellas a sus invitados.
Las telas de lino que Roma adquiría en fábricas extranjeras eran de gran valor y muy codiciadas; por tanto, los desaprensivos y los parásitos que, al decir de los clásicos, pululaban en Roma hurtaban cuantas podían. Catulio se queja amargamente de un tal Asimio, que le sustrajo una servilleta, y al que amenazó con difamarlo en trescientos versos de once decasílabos cada uno si no le devolvía lo robado. Marcial imputa igual latrocinio a un tal Hermógenes, asegurando que era su profesión favorita dedicarse a robar lienzos tan apreciados, y añade que habiendo tenido los contertulios la precaución de no traer servilletas por temor a los ladrones, el tal Hermógenes, muy ladino, sustrajo el mantel.
Estos robos y las censuras que ocasionaban prueban en cuánta estimación se tenían en aquel entonces los manteles y servilletas.
Alejandro Severo, menos fastuoso, poseía servilletas de lienzo rayado, fabricadas exclusivamente para él, y Heliogábalo las poseía de lienzo pintado. Tabello Pallión, nos dice Gallia, no usaba más que manteles y servilletas de paño de oro.
Mientras tanto, otros pueblos primitivos, tales como los celtas, se secaban las manos aprovechando los haces de heno que utilizaban como asientos. Los espartanos colocaban al lado de cada comensal un montón de paja para el mismo uso…
Vino el derrumbamiento del Imperio romano y con él desaparecieron los manteles y las servilletas, no volviendo a reaparecer hasta el siglo XIII, y esto solamente en las mesas de príncipes y reyes.
Los cronistas mencionan como objeto de gran lujo seis servilletas que la ciudad de Reims regaló al rey de Francia Carlos VII (contemporáneo de Juana de Arco) cuando su coronación en dicha ciudad.
Las servilletas no eran desconocidas en la Edad Media; lo que no se usaban era individuales, pues antes y después de las comidas los pajes pasaban palanganas con agua perfumada para que se lavaran las manos los contertulios y acto seguido presentaban una servilleta, más bien una toalla, para que se secaran.
El lujo de la mesa resurgió primeramente en Italia, cosa natural, pues corrió parejas con el Renacimiento. Podemos comprobarlo en el célebre cuadro de Veronés Las bodas de Caná, donde se despliega un lujo fiel reflejo de la época —los artistas de la Edad Media y el Renacimiento no se preocupaban de arqueología—; vestían a sus personajes bíblicos como próceres del siglo XV, y otro tanto hacían con las estancias, muebles y enseres; por tanto nos han dejado abundantes datos sobre el vivir de su época.
El boato italiano pasó los Alpes con Catalina de Médicis[12], mujer refinadísima. El lujo de la mesa fue aumentando en los reinos sucesivos, hasta alcanzar su apogeo en el siglo XVII y sobre todo en el siglo XVIII.
En el siglo XVII, los manteles en Francia, Inglaterra, Bélgica, y suponemos que en España, aun cuando no tenemos datos sobre ello, eran de hermoso damasco; los manteles llegaban hasta el suelo, y los pliegues del planchado quedaban marcados; esto lo decimos por los cuadros de la época, que siempre que se trata de una mesa cubierta con un mantel se ve que el pintor ha tenido buen cuidado en «marcar» los pliegues.
En Italia, y sobre todo en Venecia, los manteles eran lujosísimos, con incrustaciones de encaje de Venecia.
En la corte de Luis XIV los manteles eran de damasco, llegando hasta el suelo, y las servilletas, inmensas, se almidonaban y luego se planchaban dándoles formas fantásticas: de mitra, de flor, de abanico, etc., etc., y referente a dichas servilletas almidonadas y planchadas en formas distintas contaremos la siguiente anécdota:
San Vicente de Paúl, que entonces era sencillamente un sacerdote virtuosísimo, un verdadero ángel de la caridad, muy protegido por la reina madre, monsieur Vincent de Paul, como le llamaban entonces, estaba fundando la orden de las Hermanas de la Caridad. Todas las damas de la corte le ayudaban con sus aportaciones pecuniarias a la fundación y discutían acaloradamente sobre cómo habrían de vestirse las hermanas. Quedaron conformes tocante al hábito, no poniéndose de acuerdo respecto al tocado, cuando Luis XIV tuvo una inspiración (tal vez harto de oírlas discutir). Acababa de sentarse a la mesa con mademoiselle de Lavallière, su gran favorita, cuando, cogiendo su servilleta, sin desdoblarla, se la plantó a Lavalliere en la cabeza, quedando en la forma que se ve hoy día, como dos alas de golondrina desplegadas…
Todos los presentes pegaron gritos de admiración, y al momento quedó resuelto el conflicto de la toca.
Algo así tuvo que ser; de lo contrario, no se concibe un artefacto tan incómodo y engorroso.
El hábito es exacto a los trajes que llevaban las mujeres de clase modesta del siglo XVII; es un verdadero documento; el cuerpo lleno de costadillos, el delantal con media hilera de frunces, las mangas anchas y dobladas.
Las españolas han transformado bastante el hábito: lo han cambiado por negro, y la cofia, en vez de desplegarse en alas, se recoge.
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Los manteles y servilletas hoy día son de uso imprescindible aun para las clases más modestas, siguiendo las fluctuaciones de la moda. Se fabrican más o menos ricamente; se varía de color, se bordan, se incrustan, se deshilan, se adornan con encajes, con lazos, pasacintas…
Ultimamente se pusieron de moda mantelillos individuales de lienzo bordado, de encaje y hasta de esparto fino.
Todo eso está muy bien, pero lo que no pasa de moda y resulta más limpio y confortable es un hermoso mantel adamascado, bien blanco y perfectamente planchado; ésa es mi opinión, pero no pretendo imponérsela a nadie, y no se me olvidará nunca una comida en casa de un prócer en que el mantel y las servilletas eran de raso negro; resultaba bastante lúgubre, pero la marquesa había conseguido lo que buscaba: dejarnos estupefactos (tal vez hubiera preferido admirados).