Preceptos de cocina
La gastronomía está «de moda»; dicen los enterados que es señal de civilización y cultura… Seguramente. Casi todos los intelectuales se jactan de ser buenos cocineros, y para probarlo se descuelgan con un libro de cocina, del que se muestran más orgullosos que de su obra cumbre; véanse si no a Paul Reboux, Alejandro Dumas, doctor Thebussem, Julio Camba y otros…
Vuelvo a decir que la cuestión gastronómica va incrementándose en España; nos preocupamos de nuestro folklore, rico, sin duda, en la cocina nacional; rebuscamos guisos antiguos, perfeccionamos los modernos.
Pero… a la mayoría de las españolas no les atrae la cocina —a la francesa, a la inglesa, a la alemana sí; pero a la española no—. La española, por regla general, no es voraz ni ansiosa, se llena en seguida; por tanto, para ella, huelgan los guisos; pero…, pero hay un pero, y ese pero es el hombre, los «hombres» de la familia, que ellos, en cambio, quieren comer bien…
Hace unos años —ya van siendo— el tropezar con una buena cocinera no era difícil; hoy día es casi imposible, y las pobres señoras vense obligadas a meterse en la cocina, y todas sabemos que la cocina es el peor enemigo que tienen las manos; esas manos tan cuidadas, con esas uñas tan largas y tan primorosamente laqueadas. ¡Qué desastre!
Las extranjeras lo soslayan usando guantes de goma, haciendo un uso inmoderado de conservas, manejando máquinas y cocinas que no manchan, a base de gas, petróleo o electricidad…
Pero volvamos a España, donde por ahora no gozamos de tantas comodidades. A nosotros nos mata nuestra cocina: el cocido, los potajes, los guisotes, las salsas; todo ello necesita cuidados y sobre todo tiempo, incompatibles con el ritmo acelerado de nuestra vida moderna y la escasez, cada vez mayor, de servidumbre.
No nos va a quedar más remedio que adoptar otra clase de comida; la inglesa, pongo por ejemplo: rosbif frío, jamón en dulce, huevos fritos o cocidos, tocino frito, bizcochos, mermeladas, té, café y leche…
Todo esto se puede confeccionar sin estropearse las manos; en cambio, pélense patatas, desgránense habas y píquense cebollas… Ya me dirán luego dónde ha ido a parar el laqueado de las uñas.
Y, sin embargo, hay que nutrirse, y para nutrirse hay que cocinar.
Hoy día la joven que se casa tiene que enfrentarse con la cocina, si no le pasará lo siguiente: su excelente marido, después de unas comidas malas y peor servidas, avisará que se «queda a comer con Fulano o Zutano para tratar de un asunto». Desgraciada de la recién casada si su marido toma la costumbre de comer fuera por «asuntos». Y usted me dirá: «¿Cómo compaginar el guisar y tener manos cuidadas?, pues tampoco le gustará a mi marido verme manos de cocinera».
Yo creo que lo primero y principal sería establecer escuelas profesionales donde aprendieran todas las jóvenes a guisar racionalmente y también a fregar (empleando escobillas y procedimientos modernos que preservan las manos).
Y lo segundo extirpar un prejuicio muy arraigado entre nosotros, cual es que cualquiera sirve para guisar, bastando para ello colocarse ante el fogón; véase si no lo que ocurre en las familias modestas, que siempre encomiendan este menester a la que parece más tonta cuando, a juicio mío, es necesario talento para desempeñarlo, ya que del arte y buena administración de la cocinera depende la salud y bienestar de la familia.
El cocinero o la cocinera de verdad tanto ha de guisar con las manos como con la cabeza; con la cabeza, para disponer adecuadamente los alimentos, y con las manos, para que resulten sabrosos.
Apoyada en buenas opiniones, creo, y no es paradoja, que muchas desavenencias conyugales tienen su origen en la cocina. Un célebre abogado francés, especializado en divorcios, declaró una vez que entre los innumerables divorcios que se tramitaban en su bufete no se había dado aún el caso de que un marido «bien nutrido» presentase una demanda. Coincidiendo con esta opinión, un «especialista» americano afirma que la mala cocina es la causa de muchos divorcios.
Hay un refrán que dice que a la mujer se la conquista por el corazón y al hombre por el estómago.
Es un poco denigrante no conceder al sexo fuerte ni sentimiento ni corazón; pero que, efectivamente, suele dar más importancia a la comida que lo que suelen creer las mujeres es un hecho. Éstas, generalmente, como lo dije antes, no son voraces ni ansiosas, suelen llenarse en seguida; sobre todo son parquísimas, si tienen tendencia a engordar y quieren conservar la «línea»; pero el marido no suele pensar lo mismo.
Cierto que al hombre se le conquista con belleza, atractivo y gracia; pero tan sólo se le retiene haciéndole la vida fácil y grata, y uno de los placeres más apreciados y que se renueva constantemente es una mesa bien puesta y una comida sabrosa y bien cuidada.
Esto no quiere decir que la esposa deba pasarse la vida en la cocina, pues tampoco le agradaría a su dueño y señor encontrada, al retornar a casa, mal vestida, despeinada y sudorosa por haberse pasado la mañana guisoteando.
El talento estriba en preocuparse de que la comida esté a punto —que lo haga ella o que lo mande hacer—, y que para recibir a su marido esté hecha una «señora»: bien peinada, perfumada, compuesta; en fin, ha de dar la sensación de que ella no desciende a tan bajos menesteres. Bien recompensada se verá luego, cuando su esposo alabe la comida —o cuando menos no la critique, que ya es bastante—, pues los hay reacios a las alabanzas y prontos en la crítica.
Hoy día las amas de casa tienen que sacrificarse mucho. La vida moderna, en su evolución reduce todos los presupuestos. La generación de ahora no echará de menos las «facilidades» que gozamos los «fin de siglo». En aquel entonces la vida se deslizaba fácil, nada era problema y la servidumbre era numerosa.
Cocineras, ¿dónde se fueron? —pues era un hecho que las había y que sabían guisar; la autora pagaba siete duros (sueldo enorme) a una cocinera que guisando primorosamente sabía además «repostería» y «fiambres»—; además de la cocinera, la primera, segunda y tercera doncella, el mozo de comedor, una nodriza para cada chiquillo, la niñera para «servir» a la nodriza, la nurse, mademoiselle o fraulein para darse postín en el paseo… ¡Todo se esfumó!
Yo admiro, y no envidio a las madres de hoy día, agobiadas, desesperadas…; casi todas riendo artificialmente a sus hijos… Yo, madre del siglo pasado, no concibo esos nuevos métodos. ¡Con lo fácil que resulta criar un hijo a pecho! Bien es verdad que el criar afea y embestece… Pero considerado por otro lado, los niños criados a biberón necesitan tantos cuidados y desvelos, se crían tan fofos, que no me explico quién haya que lo prefiera; nada, nada, que soy del siglo pasado… Me he alejado de mi radio, que es y será la cocina; volvamos a ella.
Hemos quedado en que, para satisfacción de su esposo e hijos, la mujer moderna debe saber guisar. Al decir guisar, no me refiero a que sepa confeccionar dos o tres tartas y bizcochos, ni tampoco que quiera abarcar los guisos complicados de la «gran cocina». Para esto último hacen falta aptitudes, largas prácticas, unos estudios básicos, sin los cuales la «gran cocina» es letra muerta.
Hablo por experiencia propia. ¡Cuántas veces amigas mías se acercaron a mí diciéndome: «En París comí una Mousse de foie gras en Bellevue deliciosa; ¿quieres enseñarme cómo se hace?»!
Otras veces era un Canard à la Rouanaisse que habían comido en «La Tour d’Argent», o una Sole Marguery, o una Poularde à la Neva, o un Faisan à la Souvaroff…
Todos estos manjares, para mí, no ofrecían la menor dificultad, ¡pero para ellas!
Daremos un ejemplo: la Mousse de foie gras en Bellevue requiere gelatina. Una vez accedido a enseñarle dicho plato, decía a mi amiga: «Hay que confeccionar una buena gelatina de víspera; ¿sabes hacerla?». Claro está que mi amiga desconocía cómo se hacía. En vista de esto, ponía manos a la obra, y mi amiga, contemplándome absorta, exclamaba: «¡Qué difícil! ¡Cuánta complicación!». Total: que yo le confeccionaba su Mousse y que mi amiga era incapaz de reproducirla. ¿Por qué? Pues por faltarle los conocimientos elementales; y es que el arte de la cocina es un arte que necesita estudios, práctica y, sobre todo, mucha afición…
Para la vida corriente, máxime con las dificultades y restricciones mundiales, huelgan esos «platos»; las presentes y futuras amas de casa lo que necesitan es saber guisar con esmero y cuidado los sencillos alimentos cotidianos, procurando que sean sanos, frescos y sabrosos.
Y ¿las manos?, me dirán…
Pues que usen guantes de goma y aprendan a pelar y picar como lo hacen los cocineros, que pican cebolla sin mancharse los dedos… ¿Cómo?, me dirán. Pues para ésta y otras muchas cosas más es por lo que preconizo la instauración de escuelas profesionales.