El arte en la mesa
De una necesidad de la naturaleza la civilización ha hecho una de las palancas que mueven el mundo: el arte en la mesa.
La humanidad tiene que comer para vivir; pero, a medida que la inteligencia fue desarrollándose, esa necesidad fue transformándose en un delicioso placer.
El arte en la mesa no se reduce tan sólo al lujo de ésta y a la buena presentación de las viandas. Desde luego que una mesa bien puesta, con bonita vajilla, cristalería reluciente y hermosa plata es un incentivo; pero el verdadero arte reside sobre todo en el buen condimento de los alimentos, en la bondad de los mismos y en la exquisitez de los vinos y licores. El arte en la mesa no es forzosamente dispendioso: estriba sobre todo en los cuidados y esmero que se le hayan dedicado. Hay que guisar con amore, y para esto sentirlo. El cocinero no se hace, nace; por lo que, aprendiendo todos por igual, hay quien destaca —los menos—, quedando la mayoría dentro de una triste vulgaridad.
Los «maestros» en el difícil arte de la mesa pueden contarse con los dedos; por eso pasan a la Historia, por ser genios, tan geniales en sus concepciones como podía serlo un gran pintor o un eminente músico. Se puede ser «cocinero» sin ser profesional. Alejandro Dumas apreciaba más las alabanzas prodigadas a un manjar preparado por él que a cuantas se decían a su literatura. Para ser un «verdadero» cocinero (con o sin gorro) hace falta tener ese «sentido» imposible de adquirir, y el que no lo tenga, por eminente que sea su cocinero, jamás será un buen anfitrión; así, rotundamente.
Brillat-Savarin lo definió magistralmente cuando imponía como precepto el control personal. «El que invita —dice— y no controla por sí mismo lo que se ha de servir en la comida, no es digno de tener amigos».
Invitar y agasajar es fácil; lo difícil es que los invitados queden satisfechos.
Se puede gastar mucho y fracasar, y gastar menos y lucirse. Esto depende de los cuidados impuestos, de los conocimientos que se tengan. Todo necesita previos estudios y mucha práctica; no es posible improvisarse en maestro culinario, y menos aún en buen catador de vinos.
La ciencia de los vinos es la más difícil de adquirir. Sobre esto Grimod de la Reynière es contundente: «Se necesitan largos años de actividad, mucha constancia y buenos corresponsales para conseguir una buena bodega, y más cuidados y constancia aún para que ésta no desmerezca. Sin una buena bodega no se puede pretender ser un buen anfitrión».
En resumen: el arte en la mesa se reduce a que los comensales queden satisfechos de la comida, bebida y ambiente.
Un precepto de Grimod de la Reynière, que hacemos nuestro, es el siguiente:
«Que se procure que los contertulios se conozcan y sobre todo simpaticen, pues, por buena que sea una comida, si el vecino que le ha tocado en suerte es antipático, no gozará de ella».
Otro detalle muy importante: «Jamás el número de comensales deberá pasar de la docena; primeramente, porque los alimentos guisados en cantidad no resultan nunca tan sabrosos, y segundo y principal porque, siendo los comensales en número reducido, la conversación es general, cosa imposible en los grandes banquetes, donde no le queda a uno más remedio que conversar con sus vecinos inmediatos». «Igualmente es muy importante la buena temperatura del local, pues no hay quien aprecie una comida metido en una estufa o en una nevera».
«Es evidente que cuanto se relaciona con la comida ha de ser minuciosamente meditado, pues no es tarea fácil el combinar varias viandas que guarden la debida armonía, y más difícil aún escoger con autoridad el vino correspondiente a cada manjar, sirviéndole a tiempo y a la temperatura debida».
El clima de cada comida varía según sea de hombres solos, de mujeres solas o mixta.
Las mujeres solas beben poco, charlan por charlar y comen platos finos, generalmente en poca cantidad.
Los hombres comen y beben a conciencia, y su conversación suele girar sobre asuntos, vinos, arte, literatura, política…
La comida ideal es la mixta: la conversación suele ser amena, ingeniosa; los hombres se desviven por parecer interesantes y las damas despliegan todos sus encantos.
(El parrafito me ha resultado de un cursi subido; pido perdón; pero no lo borro por corresponder al clima del artículo…).
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Que no me digan que la cocina está asentada sobre bases demasiado vulgares para que sea un arte. Puede que sea cosa vulgar el comer, que tan sólo obedezca a una necesidad fisiológica; justamente, el arte, aportando refinamiento a esa necesidad primitiva, la ha transformado en delicioso placer.
Habrá quien me rebata el adjetivo diciendo que el comer es un placer sensual. Todos los sentidos son sensuales; los perfumes ¿no son tan sensuales como la comida? Lo que es un hecho irrebatible es que cuanto más se civiliza una nación, tanto más auge toma la comida. El sentido del paladar no lo tiene cualquiera; algunos países lo tienen más desarrollado que otros: los franceses, los vascos… Pero, sobre todo, es cuestión de educación y tradición: el gourmet no se improvisa, y ahora tiro de anécdota:
En una de mis estancias en París me ocurrió un hecho singular. Fui a comer con unos familiares a uno de los restaurantes más selectos; allí el comer era un rito, había que encargar la mesa con anticipación y llegar a la hora dicha, pues el dueño-cocinero no admitía demora y prefería perder un cliente a quedar mal.
Entre otras especialidades —en aquella casa todo era especial—, pedimos langosta a la americana. Conmigo había dos hombres gourmets cien por cien, otra y otro que no entendían nada —por cierto que este otro era el más voraz de todos—. ¡Tenía una capacidad de estómago…! Pero volvamos a la langosta. Estaba estupenda; de «pánico», como se dice ahora. La verdad que era una maravilla. Sin embargo, yo le noté en seguida un átomo de sabor algo distinto al que se acostumbra en dicho manjar. Se lo dije a mis contertulios, y añadí: «Sé lo que le da este sabor, y para que no creáis que me vanagloria voy a escribirlo en un papel, y, después de doblado, llamemos al jefe dueño, y veremos si he acertado».
En efecto, acudió el jefe, al que ofrecimos una copa de champagne, felicitándole por la langosta y le rogué nos diera la fórmula:
«La clásica —me contestó—: Langosta viva, mantequilla fina, tomate, grasa de carne, cayena…». «Y ¿nada más? —le atajé—. Es que le he notado cierto saborcillo…». Él se sonrió entonces y dijo: «Veo que madame tiene un paladar exquisito; en efecto, le añado una pizca (soupson) de whisky viejo…». Yo, entonces, muy ufana, saqué mi papel y todos pudieron comprobar que lo que yo había escrito era whisky.
El jefe comentó: «Muchos me han ponderado este guiso, pero nadie se percató nunca que le añadiera whisky…».
Y ahora, para rebatir mi orgullo, diré que mi paladar me ha proporcionado más sinsabores que satisfacciones. El manjar, sea cual fuere, ha de estar perfecto para que me satisfaga; en cambio, cualquier nimiedad me atormenta: el sabor fuerte del aceite, la mantequilla si no es de la más fina, el exceso o falta de condimento, para mí son verdaderos sufrimientos. Es absurdo, lo reconozco; pero no depende de mí. ¿Qué puedo hacer, más que callarme y disimular? Mi esposo, antes de servirse de un manjar, me observaba fijamente. ¡Qué conflicto para mí! Si ponía buena cara, se servía; si no, lo rechazaba, diciendo a la doncella con su prosopopeya de buen español: «Tráigame dos huevos fritos con jamón».
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Una observación que tengo hecha y que siempre me ha extrañado es cuánto les cuesta a las personas confesar que son voraces y, en cambio, con qué naturalidad dicen «me gusta beber». (Bien es verdad que aunque no lo dijeran…).
Es también sorprendente la importancia que se da al oído en parangón con los otros sentidos.
Una dama dirá: «¡Qué hombre tan interesante! ¡Qué oído tiene! ¡Es un gran músico!».
En cambio, de un voraz, dirá. «¡Qué hombre tan material! ¡No piensa más que en comer!».
De modo que todos se vanaglorian de amar la música —aun cuando la aborrezcan—, y en cambio todos se averguenzan de ser golosos. ¿Por qué? Yo opino que es necesario tanto sentido artístico para apreciar las excelencias de un buen manjar como para «soportar» música clásica, y que se han dado muchos casos de músicos que apartando su arte eran bobos, y que no se ha dado el caso de que un gourmet lo fuera (no confundir gourmet con tragón).
Muchos poetas han cantado el vino y ninguno la comida, y si se han ocupado de ella ha sido para satirizarla: El banquete de Trimalción, de Petronio; Gargantúa, de Rabelais; Las bodas de Camacho de Cervantes; La comida burlesca, de Boileau…
A mí me indigna; en ello veo mucha hipocresía, pues para vivir hay que comer. En cambio, ni el vino ni la música son indispensables para ello. Veamos lo que sobre este particular nos dice Brillat-Savarin, ya que a la postre siempre hay que recurrir a él.