La trufa
Las trufas son hongos de la familia de las tuberáceas y comprenden varias especies, siendo la más estimada la trufa negra comestible, que solamente en Francia se produce, y cuyo volumen oscila entre el de una avellana y el puño de un hombre.
La ciencia ha clasificado este fruto delicioso con el nombre un poco desconcertante de melanosporum, a causa de los granos negros que contiene en los pequeños sacos que constituyen su pulpa. Para corregir el nombre raro con que le dotaron los sabios se le dan diversos nombres más agradables al oído. Los explotadores franceses le llaman rabasse, y el comercio, «trufa negra del Perigord».
En cuanto al arte culinario, en el que ocupa lugar preeminente la trufa, Brillat-Savarin la bautizó con el nombre de «diamante negro de la cocina».
Esos hongos se encuentran particularmente en el Perigord (una región de Francia), sin que ello quiera implicar que en otros lugares del Mediodía francés deje de producirse el diamante negro —desde luego que las trufas más negras y olorosas son las del Perigord.
En Perigord se encuentran las trufas en las planicies calcáreas, donde crecen cedros de pequeña altura de aspecto un poco anémico. En esas tierras donde el suelo parece quemado y privado de vegetación es donde mejor se desarrolla el preciado criptógamo.
Desde luego que ese desarrollo se hace por vías secretas. Se ha observado que debajo de los álamos, de los castaños también se encuentran, pero siempre en más abundancia en los cedros.
A fines de mayo se comienza a escudriñar la tierra, comparando el desarrollo adquirido por las trufas.
La cosecha se opera con la colaboración de ciertos animales, principalmente el cerdo, cuyo fino olfato percibe a distancia el suculento aroma.
En otras regiones truferas —la Borgoña y la Champaña— se utilizan perros para este menester.
Pero en el Perigord, que es el mejor productor de trufas, con su compañero el hígado de ganso, siempre se utilizan los cerdos, dando la preferencia a las hembras, que son más inteligentes y gozan de mejor olfato y memoria.
La cerda husmea tenazmente, después de olfatear el aire que la rodea, orientándose de esa manera hacia el criadero de esas trufas tan ansiadas. El cerdo siente tal pasión por ese tubérculo que, una vez descubierto el nido, no hay más remedio que dejarle comer alguno, pues, de lo contrario, se desanimaría y renunciaría a la búsqueda (se han dado casos); el hombre que lo sigue lleva un pincho de hierro para apresar la trufa antes de que se la coma el cerdo; pero, como lo he dicho antes, siempre es recompensado con alguna…
La consumición de trufas es antiquísima, pero las de todos los países suelen ser blancuzcas y poco sabrosas; las negras brillantes y aromáticas no se encuentran más que en el Perigord y en algunos lugares de la Provenza.
Los romanos de la antigüedad sentían pasión por ellas y las importaban de África.
Los Borbones eran adeptos de la trufa, y Alejandro Dumas hace vibrar su lila en honor de Mlle. Georges, por su afición a ella. Nos describe la ensalada de hermosas trufas enteras, aderezada por ella misma, con que les obsequiaba todas las noches después del teatro.
También siente emoción por las que comía en casa de mademoiselle Mars (otra comedianta); pero no tanto, pues allí variaba el condumio según la inspiración del cocinero.
Las trufas están proscritas por la facultad, pero también lo estuvieron el té, el café, el chocolate y el tomate. Hoy día se les reconoce cualidades, en particular al tomate, que, después de haberle achacado fechorías sin fin, hoy día se da hasta a los recién nacidos, presentándonoslo como una panacea.
A las pobres trufas se les achaca cuanto de malo le sucede a la humanidad doliente: la gota, el reuma, la tensión, la apoplejía y no sé cuántas cosas más.
Pero pregunto: ¿se concibe un buen manjar sin trufa? ¿Podría haber foie gras, galantinas, pavos, poulardas, faisanes sin el aditamento de su exquisito aroma?
Post-Thebussem, en su libro Guía del buen comer español, página 42, dice que el monasterio de Alcántara tenía un «modo especial de preparar aves, similar para el faisán, la perdiz, las becadas o chochas y otros voladores, siendo la prueba de que las trufas se conocían y se utilizaban en Extremadura de tantos siglos atrás como en el Languedoc y en Gascuña».
Conformes; pero lo que el españolísimo Post-Thebussem no nos explica es la clase de trufas que utilizaban los frailes de Alcántara. Si se las enviaban de Perigord o de otros monasterios de la misma Orden, me callo; si era la verdadera trufa, pues tontos serían los extremeños si tuvieran esa mina sin explotarla.
Trufas las hay en muchas partes: en Italia, en Andalucía, etcétera. Los andaluces las llamas «criadillas de la tierra»; las conozco: son lisas, blancas y apenas tienen olor.
¡Post-Thebussem! ¡Post-Thebussem! Deje en paz a la trufa. La verdadera trufa es la francesa, y, como es de generación espontánea, no tiene el menor mérito tenerla.
Ni ellos deben vanagloriarse de sus trufas, ya que no tienen la menor intervención en ellas, ni nosotros jactarnos de lo que no tenemos.
Esto es tan tonto como si los franceses quisieran convencernos de que tienen mejores naranjas que nosotros y que su uva es moscatel.