Cosas de América
En Europa, el comer es un rito; en los Estados Unidos es cubrir una necesidad, y el tiempo que le dedican casi lo consideran como robado al trabajo o a la diversión.
No hay, en realidad, horas fijas de comer ni hay apenas restaurantes propiamente dichos. Se come en cualquier parte cuando apremia el hambre: en una botica, en un estanco. ¿No lo veis muy a menudo en las películas? Porque desde que los restaurantes se han dedicado a vender cigarros, los estancos no han querido ser menos y se han puesto a servir comidas.
Bueno, a cualquier cosa le llaman comida. Salchichas, pasteles, leche…
¿Y en el hogar? Pues leche, emparedados, conservas, fruta.
No es que las americanas no sepan cocinar. Es que les parece más cómodo no hacerlo. Desde luego que abrir unas cuantas latas, calentar agua, cocer unos huevos y beberse un botellín de leche es mucho más descansado que cuidar el puchero y confeccionar principio…
Una amiga mía residente en Nueva York me decía que a lo primero protestaba contra la falta de cocina, pero luego eso mismo se la apareció como una liberación. Decía que el estar pendiente del fogón es una tiranía, y que cuánto más cómodo era comer en cualquier parte, en una cafetería, pongo por ejemplo. ¿Ustedes no saben lo que es una cafetería? Procuraré explicárselo…
Una «cafetería» es un restaurante sin camareros, donde uno se sirve a sí mismo. Al pronto, tal vez le parezca un absurdo; pero creo que con el tiempo a ello llegaremos nosotros también, dado el ritmo de la vida moderna: trabajo de la mujer que la aleje del hogar, distancias cada vez mayores, etc.
La «cafetería» es un establecimiento con dos puertas. Una vez dentro, una barandilla de cobre le obliga a seguir un cierto itinerario. En un mostrador, ante el cual obligatoriamente ha de pasar, hay pilas de bandejas y de servilletas en las que están envueltos cuchillos, tenedor y cuchara. El cliente se apodera de una bandeja y una servilleta, y tiene que pasar por delante de un larguísimo mostrador. Detrás de éste hay varias camareras que colocan sobre la bandeja los platos que el consumidor escoja. Según la importancia de la cafetería habrá más o menos platos donde escoger, pero siempre numerosos. Los platos están siempre preparados y a temperatura conveniente.
Una vez provista la bandeja, el cliente pasa al comedor, teniendo que pasar previamente, por ser el único camino, ante un mostrador pequeño; en este mostrador hay un empleado que, previa comprobación de la bandeja, calcula el importe de ella y entrega un ticket; el cliente elige mesa y sitio que más le conviene. Estos restaurantes están limpísimos y hasta ponen flores en las mesas; los hay de lujo. Unos dos o tres camareros circulan por la sala, pero tan sólo para recoger lo usado y cambiar los manteles manchados.
Para salir del comedor hay que seguir el camino indicado y pasar ante la cajera para pagar el importe del ticket. Está tan bien arreglado que no hay quien pueda escapar sin pagar, y es tan rápido el servicio que se puede servir a un número crecidísimo de clientes, y la escasez de servidumbre permite también reducir los precios.
Después de leer lo anterior me pregunto si una «cafetería» cuajaría en España. En Barcelona, tal vez; pero en ningún sitio más…
Mucho han de cambiar las costumbres para que nuestros hombres se molesten en ir a buscar su comida. Son demasiado comodones y los tenemos mal acostumbrados.
Si es muy rico comerá en su casa con toda clase de comodidades o irá a un restaurante de lujo, donde los camareros no solamente tendrán que atender sus gustos, sino hasta adivinarlos; si es de la clase media, la maritornes trotará, y si es un obrero, la «parienta».
Anécdota sobre la «ley seca»
Esta ley, derogada hoy día, imperó durante varios años en Norteamérica.
Consecuencia de ello fueron el «estraperlo» y los gangsters, y sobre todo los miles de dólares que se embolsó Hollywood con nuestra bobería, pues no creo que se hayan hecho películas menos interesantes que las de gangsters.
Nosotros, a quien el vino nos es tan necesario como el pan, éramos los menos indicados para interesarnos en una película en que gangsters y policías se acribillaban mutuamente a balazos por litro de alcohol más o menos, y yo no gastaría tinta para cosa tan poco interesante si no encuadrara en el marco de mi libro.
De Beaufort, enclavada en el Estado de la Carolina del Sur, comunican que hace unos años los policías encargados de la represión del alcoholismo, y fieles cumplidores de la Ley, decomisaron unas 200 toneladas de whisky, y para que éste no fuera a parar a manos profanas decidieron tirar el contenido de los barriles en un pequeño río que pasa por Beaufort.
A la mañana siguiente, uno de los muchos pescadores de caña de la comarca, al acudir al río, observó que los peces estaban tan excitados que en cuanto se echaba el anzuelo picaban. Pocos minutos después había hecho una pesca considerable.
Como un reguero de pólvora se corrió la voz de que los peces estaban borrachos y se dejaban pescar con extraordinaria facilidad.
El río se vio visitadísimo, improvisándose pescadores que regresaron a su casa con un rico botín.