Alejandro Damas, cocinero

María Mestayer de Echagüe
«Marquesa de Parabere»

Alejandro Damas, cocinero

Alejandro Dumas era hijo del general Dumas, marqués de la Pailleterie, y de María Luisa Labouret…

Sorprende, pues él tenía mucho de mulato, y su hijo, a quien conocí personalmente, también tenía rasgos negroides; yo siempre había oído decir que era hijo natural, pero su biógrafo dice que su madre era francesa, tal vez sería madrastra; en fin, para lo que voy a escribir sobre él da lo mismo que proceda de madre blanca o negra (esta pequeña digresión es para salir al paso de los que digan que era mulato).

María Labouret era hija de un antiguo maître d’hótel[172] del duque de Orleáns, más conocido en la Historia con el nombre de Felipe Igualdad —fue revolucionario y votó la muerte del infortunado Luis XVI, mas luego siguió él la misma suerte—; Labouret, al verse sin empleo, abrió una hostería, el «Écu de France», en Villers-Cotterets; dicha hostería fue el centro de reunión de la buena sociedad de la región, siendo la envidia de la hostería del «Sauvage de la Ferté Milon», que se vanagloriaba de haber hospedado a Racine en las últimas estancias que hizo en su país natal.

En la dicha hostería de su abuelo le crió el futuro autor de Los tres mosqueteros; nada de extraño tiene, por tanto, que se hiciera cocinero ya que estaba en buena escuela donde desarrollar sus aficiones gastronómicas.

En sus Memorias se saborea la narración que hace, tan sencilla y cautivante, de su infancia y juventud. En páginas repletas de alegría y buen humor describe su vida hasta el año 1823, años en que su pasión dominante fue correr por los bosques y cazar (hasta en veda).

El ilustre novelista confiesa que a él, entonces, le interesaba mucho más acompañar a los guardabosques que estudiar latín en el abate Gringoire o copiar actas en la notaría de M. Menesson, donde actuaba como meritorio. Dumas, con gran complacencia, evoca estos recuerdos de su vida, los mejores, según él.

A la vuelta de sus correrías por el mundo —fue un gran viajero[173]— se detenía siempre unos días en Villers-Cotterets. Abría las puertas de su casa de par en par a sus amigos de siempre y a una infinidad de desconocidos y curiosos. A todos los obsequiaba con sus guisos (el guisar, después de la caza, era su pasión dominante), y cuentan las crónicas que en el orden coquinario era un maestro.

Poseía una colección de recetas verdaderamente sorprendentes, fantásticas, recopiladas y traídas de sus viajes; pero, llegado el caso, también inventaba, pues tocante a imaginación era un volcán.

Todas estas recetas formaban un fárrago respetable, pero sin seleccionar aún. M. Erneste de Auterive, esposo de su nieta, cuenta que su dicha era vestirse de cocinero y confeccionar por sí mismo uno de esos platos cuya descripción nos ha dejado consignada en su Dictionnaire complet de la cuisine.

Durante muchos años recordaron los nativos de Villers el espectáculo tan sugestionante que les proporcionó Dumas un día que había traído toda una troupe de comediantes a fin de que representaran uno de sus dramas.

Quiso confeccionarles una suntuosa comida por sí mismo, y para ello se instaló en su cocina, vestido de cocinero, y como le gustaba exhibirse, hizo abrir las ventanas, que eran de planta baja, y toda la población desfiló admirando al improvisado jefe.

En el año 1860 Alejandro Dumas fijó su residencia en Nápoles —nunca hizo largas estancias en parte alguna—; tal vez fuera ésta la más larga. Garibaldi le había nombrado intendente de Bellas Artes, asignándole como residencia el magnífico palacio Chaitome.

Nuestro flamante intendente tenía que conceder audiencias; las concedía si en aquel momento no estaba ante el fogón dándole vueltas a la salsa… Un visitante, si aguarda, no pásale nada; pero hay ciertas salsas delicadas que si se las pierde de vista se queman, se cortan, se forman grumos. Y esto era mucho más importante para Dumas que las sandeces de P. Garazzi o de fray Pantaleone sobre las excavaciones de Pompeya, y cuando Emilio Maison le reconvenía por no atender a las visitas oficiales, le contestaba: «Anda, vete a ocuparte de tu comida, que te hará más provecho».

Los comensales admitidos a saborear sus creaciones eran Emilio Maison, Máximo du Camp, el general Turr, M. Capocci de Belmonte, director del Observatorio del Vesubio; un Scandar Bey, apócrifo pretendiente al trono de Albania, y otros dos o tres más, cuyo nombre no recordamos.

Dumas los recibía con las mangas arremangadas, siempre escoltado de su legendario e impasible circasiano.

«Recordamos un día en que estábamos todos congregados y en que el banquete superó a los demás. Después de un cesto de mariscos nos sirvieron una sopa sorprendente, y a ésta siguió un rutilante plato de macarrones a la “napolitana”; en seguida una enorme trucha y después un soberbio jabato. Dumas nos aseguró que se lo había proporcionado un bandolero de la Calabria, “buen tirador, joven encantador y gran admirador de Monte-Cristo”.

»—¿Pero es que usted le conoce? —le preguntó Máximo de Camp.

»—Sí, nos batimos juntos.

»—¿Contra los gendarmes?

»—¡Qué va! Contra los jabalíes, que son unos vagabundos muy simpáticos, cuya ambición es dejarse cazar por nosotros para que los comamos luego.

»Una vez colocada en la mesa la enorme bandeja con el jabato, Dumas hizo una seña al circasiano; éste, grave, solemne, se colocó enfrente de la fuente y de un certero tajo dado con su cimitarra partió en dos porciones iguales el jabato. De su interior sacó Dumas un faisán relleno de tortolitos, que él mismo había cazado en Capodimonte.

»—Es así —dijo Dumas— como servían el jabalí en la mesa de Echamyl, el héroe del Cáucaso.

»—Y es asimismo —insinuó el falso Scandar Bey— como se hacía en la mansión de mis antepasados.

»—Desde que no reinas, príncipe —preguntó con sorna el almirante[174]—, ¿qué se come en Albania?

»—¡Ejem! —fue la contestación de Scandar».

* * *

Alejandro Dumas a menudo estaba sobre ascuas (aunque en sentido figurado, esta vez resulta cierto), pues durante su actuación coquinaria no solamente no se separaba por nada ni por nadie de su fogón, sino que recababa la cooperación de ayudantes benévolos. Tal fue el caso del cronista que sabía hacer filigranas con la mantequilla y los costrones de pan, descortezar limones y, en fin, cuanto era necesario. Alejandro Dumas le solía decir: «No olvides nunca, joven Carmite, que has actuado conmigo ante un hornillo, y conserva siempre los buenos principios que te he inculcado». Y dice Carmite: «Comimos un salmi de chochas que era manjar de los dioses; Dumas colocó la fuente en la mesa y nos dijo que nos sirviéramos, añadiendo: “Es esencial que hagamos uso del tenedor para no comemos los dedos impregnados de esta suculenta salsa”».

En cierta ocasión Dumas confeccionó un potaje de alubias y un estofado, de vaca; éste, adicionado de una copa de Armañac, coció durante veinticuatro horas. Un lazzarone estuvo atento a fin de que no decayeran las brasas sagradas, y Carmite vigiló la cocción de las alubias, que eran rojas, y que debían, a fuerza de cocer, convertirse en un puré.

Estas alubias habían sido enviadas desde el mismo Chartres por un ilustre cosechero premiado en todas las exposiciones.

«Primeramente puso a cocer las alubias en una olla vidriada, con agua y sal; luego Dumas las hizo escurrir perfectamente, y luego me dijo:

»—Ahora verás, Carmite, cómo pongo a derretir esta hermosa grasa de ganso en una marmita y, una vez derretida y cocidita añadiré las alubias. Dejaré que rehoguen bien, hasta que hayan absorbido todo el unto y, ¡ya está! A continuación las mojaré con su caldo de cocimiento y un vaso del un buen vino tinto, las sazonaré con sal, pimienta, ajo picado y perejil y las dejaré para que sigan cociéndose a fuego lento hasta que las alubias estén como una “mermelada”».

Seguramente que, picada vuestra curiosidad, querréis saber el resultado.

Pues que las alubias resultaron verdaderamente regias, y se comieron tanto de ellas, acompañadas de unos exquisitos panecillos de Viena, que el estofado hubo de dejarlo para comerlo en la cena, ya que todos los comensales se declararon impotentes para hacerle honor.

A pesar de su talento como preceptista y tratadista culinario, del que estaba más orgulloso, si cabe, que de su talento literario, jamás Alejandro Dumas se hubiera desenvuelto en nuestras modernas cocinitas.

El ilustre cocinero, para actuar, necesitaba aire, espacio, luz y… mucho dinero.

Aunque se puede decir que para él la gastronomía constituyó siempre una obsesión, ésta no tomó forma literaria hasta los últimos años de su vida.

«Quiero que mi obra literaria, que se compone de más de quinientos volúmenes, se clausure con uno de cocina», solía decir.

En 1869 comenzó a escribir el Grand dictionnaire de la cuisine. En 1870 lo entregó al editor, pero la guerra primero y el fallecimiento del ilustre escritor luego suspendieron su publicación. Una vez terminada la guerra y firmada la paz sus amigos dieron cima a la obra.

Leyendo este libro se conoce a Dumas, se comprende su amor a la vida, el don de simpatía que poseía en tan alto grado, su imperiosa necesidad de narrar, de exteriorizarse, y su constante buen humor (euforia, que diríamos ahora). Aun cuando admiremos otros tratados gastronómicos más que el de Dumas, le agradecemos nos legara ese libro donde celebra el arte coquinario elevándolo a gran altura.

Semblanza o retrato de Alejandro Dumas

Hombre sensual bajo todos los aspectos, viajero infatigable, aventurero y derrochador, poseía lo que los franceses llaman la grosse gaieté, o sea alegría burda, ruidosa, plebeya. Era aussi beau mangeur que beau conteur[175]; ni la exactitud histórica de sus novelas ni el clasicismo de sus recetas le detuvieron un momento. Transformaba la Historia y el arte coquinario a su antojo. De su poderosa personalidad el historiador Michelet decía que era «una fuerza de la Naturaleza»; produjo y derrochó muchísimo. Jamás hombre alguno viajó, gozó y escribió más que él, y nunca tampoco cuerpo más sólido soportó cerebro más fecundo.

Al leer sus Memorias y sus Impresiones del viaje se convence uno cuán fácilmente se familiarizaba con las comidas exóticas, no siendo, por tanto, sorprendente que quisiera divulgar, en provecho de todos, los conocimientos adquiridos en el transcurso de una vida tan activa, brillante y despejada.

Opinión de Alejandro Dumas sobre la cocina española

(No quito ni añado nada, me limito a transcribir). Cedo la palabra a Alejandro Dumas —según Post-Thebussem—; el menosprecio que hace de nuestra cocina y vinos proviene de la mala acogida que tuvo en España por ser «gabacho»… Al decir esto no sé a quién denigra más: si a Alejandro Dumas o a nuestro pueblo.

«En España no hay más que un plato para todo el mundo: el “puchero”.

»Ingredientes: una libra de buey, o más bien de vaca (en España el buey muerto se transforma en vaca); media libra de jamón ahumado, con sus huesos (cuanto más curado el jamón, tanto mejor, y el mejor jamón es el gallego[176]).

»Háganse hervir estas viandas adicionándoles cuatro litros de agua, hasta dejar reducido el líquido, por evaporación, a la mitad. Téngase preparado un cuarto de libra de garbanzos —pero antes tenemos que decir qué son los garbanzos: el garbanzo es un enorme guisante (debe ser el guisante que menciona Cicerón), y valdrá más o menos según su procedencia.

»El garbanzo que tarda en cocer media hora no tiene precio; pero si se ha criado en un terreno pobre estará más duro después de una hora de cocción que cuando se arrimó al fuego.

»Su piel arrugada y su tamaño aproximado a una bala de fusil[177] de veintidós en libra indica que son de calidad superior.

»De víspera se ponen a remojar con agua y sal. El garbanzo es una legumbre muy caprichosa, tanto física como moral[178]: si se añade una gota de agua fría durante su cocción, aprovecha esta coyuntura para no cocer; y mucho más rápidamente que la alubia produce en el estómago el mismo ruido que la alubia en el intestino.

»Si usted demuestra extrañeza que un español se entregue ante usted a tamaña incongruencia le contestará muy tranquilo que “por un puñado de aire no va a perder un barreñón de tripas”».

(Es decir, que por un puñado de aire no se va a perder una marmita de tripas… No entiendo lo que Dumas quiere decir).

«La disculpa del español se parece bastante a la que daba el mariscal Lefèvre cuando alguna palabrota se le escapaba a su esposa que dejaba traslucir lo que era: una antigua lavandera…

»Otro proverbio español dice que el “buen garbanzo y el buen ladrón de Fuente de Saúco son”.

»Volvamos a ocupamos del puchero, que falta mucho hasta terminarlo.

»Ha llegado el momento de ocuparse del chorizo.

»El chorizo lo constituye picadillo de cerdo y de ternera sazonado con pimentón y fuertes especies[179].

»Cuando la reducción de los dos litros especificados es un hecho se coge una onza de tocino, otra de jamón, un pellizco de perejil, medio diente del ajo; con todo ello se hace un picadillo, al que se moja con una cucharada de caldo del puchero y con dos huevos batidos como para tortilla, trabándalo con un poco de miga de pan, se mezcla bien todo y se fríe en tantas porciones como personas vayan a compartir el puchero. Una vez bien fritas las bolas se echan al caldo y se retiran a la media hora.

»En algunas regiones de España se añade además un cuarto de gallina. Este puchero es la invariable comida de todos los españoles. El español que no la tenga es igual que un viajero sin capa».

¡Pobre diablo!

* * *

«Para que no sirva de admiración ni se extasíe nadie ante la sobriedad de los españoles, diré que ésta no existe, pues para cuando coman su puchero —a las dos de la tarde— el español medio se habrá ya tomado su chocolate a las seis de la mañana[180], un par del huevos fritos a las once, a las seis de la tarde volverá a tomar chocolate, que se completará con bizcochos y helados, y a las once de la noche cenará con un guisado tan de institución como el puchero en una casa ordenada.

»Este guisado se compone de carne de vaca o, ternera con patatas; se pone en el fuego a la hora de la comida para comerlo a las once de la noche, y tan sólo se difiere de otro guisado similar en que se pongan las patatas a cocer con la carne o que, previamente asadas, se añadan en el momento de servirla. Ésta es la comida corriente de Castilla, esa buena Castilla que hemos recorrido con Don Quijote y Sancho Panza, pidiendo, cual ellos, leche y queso a la urraca.

»En Galicia el yantar varía, y lo que encuentra el viajero no es ya el puchero; es el caldo.

»Y en vez de ese chocolate espeso propio de las dos Castillas hallaréis un chocolate claro, y si tenéis la desgracia[181] de atravesar por Galicia, tal cual hice, id prevenidos.

»En el patio de la fonda donde arriba la diligencia, lo mismo que en las estaciones del ferrocarril, os aturdirán con sus gritos los enviados de sus fondas respectivas, que procurarán embaucaros para que los sigáis; pero antes enteraos bien, de lo contrario estáis expuestos a ir a parar a una espantosa “posada”, que disfrazarán con el nombre de “casa de huéspedes”, donde no tendréis un chocolate potable, ni caldo comestible, ni cama apropiada.

»Si, por el contrario, dais con el enviado de un buen hotel que os haya sido recomendado por una persona conocida, no comeréis en Galicia ni peor ni mejor que en las demás regiones.

»Yo recomiendo que antes de viajar por España se vaya a Italia; Italia es una buena transición entre Francia y España. En Italia se come mal, y los buenos hoteleros dicen: “Monsieur, tengo un cocinero francés”. En España, donde se come abominablemente, el hotelero le diría: “Monsieur, nuestro cocinero es italiano”.

»Si tiene usted la suerte de dar en Galicia con una buena fonda, le servirán primero un “caldo”, especie de sopa compuesta de berza, patatas, nabos y judías blancas, adicionadas de un cuarto de libra de tocino y de otro cuarto de tocino rancio. No hay que confundir el tocino salado con el tocino rancio; en Galicia, cuanto más rancio esté, tanto mejor.

»Después os servirán unos cuantos platos de carne y pescado, que os asegurarán que están guisados a la italiana o a la francesa.

»Los pescados, aves y caza son excelentes, pero el condimento es detestable.

»El ave de corral, en vez de asada, se refríe en la sartén o se guisa en cazuela, y otro tanto hacen con la caza. En España el “asador” lo hallaréis en todos los diccionarios, mas no en cocina alguna, y es una desgracia, pues en España la caza es excelente, abunda mucho y es muy barata.

»Las liebres[182] valen de 15 a 20 sueldos pieza (escasamente una peseta), pero tienen pocos aficionados, pues les achacan de que acuden a los cementerios a comerse los cadáveres.

»Las suculentas perdices de “patitas rojas” cuestan de 8 a 10 sueldos; donde se come el mejor pescado es en Galicia. En el centro de la Península no se comía pescado fresco hasta la creación del ferrocarril, y el que más abundaba era el atún.

»En Castrorreal es donde se pesca el mejor atún; los pescadores lo venden a los fabricantes de conservas, los cuales lo expenden en grandes cantidades, pues es una conserva muy apreciada por los españoles.

»Galicia, además de su excelente pescado, disfruta de las mejores fresas. Tan sólo Madrid le hace la competencia, con la de Aranjuez, bastando un puñado de ellas para perfumar todo un palacio.

(Esta loa en favor de la fresa de Aranjuez nos muestra cuán abultaba y exageraba todo el bueno de Dumas).

»La provincia de Valencia es la mejor productora de arroz…

»En España se bebe de un modo particular. En ciertas regiones no ponen vasos en la mesa; en cambio, ponen unas vinagreras[183] de un litro (algunas de medio litro), con las cuales se bebe a chorro, para no tocar el borde con los labios; lo que resulta muy incómodo para quien no tenga costumbre de desalterarse de semejante modo».

Esto lo creo, pues yo ensayé en un pueblo de Aragón, y lo único que conseguí fue atragantarme y echarme el vino encima, y otro tanto me sucedió en Vizcaya con una bota; pero con lo que no estoy conforme es con el aditamento que le añade Dumas:

«Si por desgracia los labios tocan el borde de la “vinagrera”, los contertulios la arrancan de las manos del culpable y le tiran el contenido a la cara, llenándole además de las más groseras injurias».

(Esto, esto es un poco fuerte, monsieur Dumas).

Igualmente dice:

«Tanto como dar con un vaso cuesta encontrar un lecho, pues este mueble, indispensable para nosotros, no lo es para los españoles».

Téngase siempre en cuenta que todo esto fue escrito hace más de un siglo y que en algunas cosas no exagera tanto como a primera vista parece, pues la autora recuerda que siendo muy niña la acostaron una vez en un catre y que no pegó los ojos en toda la noche —el hecho sucedió en una finca cerca de Tortosa, y el ama que crió a una de sus hijos, oriunda de Pas y que vivía en una «cabaña», nunca antes de haber venido a casa había dormido en cama, y contaba que tenía un hermoso colchón heredado de su abuela, pero que sólo lo utilizaba en invierno para calentarse echándoselo encima.

«En Castrejón (?) tuve que pedir auxilio al alcalde y al maestro de escuela, a quien fuí recomendado, para obtener un lecho, que luego me fue disputado por un viajero retardado; pero yo me mantuve firme, y a la postre el viajero tuvo que resignarse y bien envuelto en su capa tenderse en el suelo y dormir al amor de la lumbre».

Y añade Dumas que este percance le hubiese sucedido a menudo si no hubiera estado bien respaldado por don Ventura Álvarez, providencia de los extranjeros que viajaban por Navarra y Aragón. (Menos mal que Dumas dio, ¡por fin!, con un español buena persona y comprensible…).

Y sigue diciendo:

«En España todo el mundo tiene criada. La joven más mísera —aun cuando ella haya sido sirvienta— al casarse tiene su criada, y al día siguiente, para las siete de la mañana, la tiene a la cabecera de su cama con el chocolate». (¡Qué cosas dices, Dumas!).

En lo del chocolate hemos variado bastante; ahora, generalmente, para desayunar todos preferimos el café con leche.

«El marido habrá salido a su trabajo hacia las cinco de la mañana[184], y en la próxima taberna habrá tomado su copa de aguardiente…».

* * *

Un florón:

«Ningún vino español es natural; generalmente los fabrican los pasteleros, que además de confiterías elaboran vinos extras y velas de cera.

»Los vinos de ]erez, Málaga, Alicante y pajarete los venden los industriales, y en bodega tan sólo cuestan 2,50» (Si los bodegueros y los comerciantes venden los vinos generosos, ¿qué les queda a los pasteleros? ¿Será que llama vinos extras a los licores?).

«Hoy día —sigue diciendo Dumas—, gracias al ferrocarril, me aseguran que la comida en general ha mejorado mucho en España; pero el aceite es infecto y tienen una manera de freírlo horrible: se echa cierta cantidad de aceite en una sartén, se pone ésta a la lumbre, se cierran herméticamente las puertas[185] y las ventanas de la cocina; cuando el aceite está a cien grados de calor se echa en ella un pedazo de pan que se deja bien requemar para quitar el mal sabor del aceite.

»Esta operación es para asfixiar a un esquimal. Bien requemado el pan, se abren las ventanas para que se vaya el mal olor de la casa envenenada…».

Hasta ahora es normal lo que nos dice el ilustre novelista, pero ya no lo es tanto lo que sigue:

«Los vecinos se asoman a sus respectivas puertas para no perder nada de tan delicioso aroma».

Monsieur Dumas, usted exagera. «La sopa que goza de más estimación es la sopa de ajo». Yo creía que había otras que gustaban más, pero después de los ditirambos que le dirige, Post Thebussem, con los ojos puestos en blanco, creo que Dumas ha dado en el quid… (Léase el Guía del buen comer español, de Thebussem si no me creen).

«También es muy apreciada la lengua de vaca estofada, pero más apreciada aún la gallina en pepitoria. Tal vez si le invita un catalán escapará usted a la gallina en pepitoria, pero seguramente no a pollo con pimientos y tomate».

(Mucho me sorprende que no haya usted puesto al chilindrón, pues se esmera en ser, como dicen los franceses, de «origen»). «También les encanta la tortilla de patatas, mucha patata y poco huevo y refrito; hasta darle la consistencia de un adoquín».

Pero, monsieur Dumas, ¿no habíamos quedado en que los españoles no comían más que cocido, guisote y chocolate?

«No existen charcuterías[186] en España; con la sangre de cerdo se fabrican unas gruesas morcillas adicionadas de arroz y cebollas. Casi todo el cerdo se pone en salazón y se expende en comercios casi todos de extremeños.

»Todas las familias hacen matanza de dos y hasta de tres cerdos; la hacen en diciembre, procurando de esta manera cubrir las necesidades familiares de todo el año.

»Conocí un señor de Serisi que hacía, para cubrir las necesidades de su casa, la matanza de dieciocho cerdos (¡Ya está bien!), y de los productos del cerdo el más apreciado es el chorizo.

»En las casas bien ordenadas[187] se confeccionan tantos chorizos como días tiene el año y otro medio ciento más para los casos imprevistos (En mi casa, en tiempo normal, gastábamos dos y tres hermosos chorizos al día, y a veces más); los jamones, hermosísimos[188], se preparan como los nuestros. Tienen, además, unos jamones en dulce que nunca faltan en los banquetes y en las bodas, y que es, sencillamente, un jamón cocido, que hoy día se fabrica en serie en las fábricas dedicadas al objeto[189]».

»El cordero es muy apreciado, tienen un proverbio que dice: “Come cordero, por caro que te cueste; vive en tu pueblo, ¡por mal que te vaya!, y bebe agua de río, aun cuando esté turbia”. (Desconocíamos ese proverbio… Pero vuelvo a comentarlo: ¿No decía Dumas que tan sólo comíamos cocido, chocolate, y guisote?).

Consejos que da Alejandro Dumas a los que viajen por España

«Los pastores son los espías de los bandoleros.

»No pida nunca datos a los pastores para que no sepa a dónde va ni de donde viene».

* * *

«Uno de los grandes placeres de los españoles —que a pesar de la leyenda jamás se mueren de hambre— es merendar en el campo, y no sería su placer completo sin la empanada…».

(Por las recetas que da de la empanada, se trata de las gallegas o levantinas).

Según Dumas, se comen empanadas en la pradera de San Isidro, en el día del Santo, y dice lo siguiente:

«A un cuarto de milla de la ciudad, sobre un montículo, se alza la ermita de San Isidro; toda la rampa que a ella conduce y por ambos lados están instaladas freidurías y despachos de vino, a fin de cubrir las necesidades de los que no han podido hacerse con las dichas empanadas.

»De treinta a cuarenta mil personas se abalanzan hacia la ermita, y después de rezar al Santo se precipitan con igual ímpetu hacia afuera. Desde la puerta de la ermita se domina toda la pradera, donde doscientas mil personas están congregadas merendando, presentando el aspecto más pintoresco que darse pueda; sin duda alguna esta perspectiva sugirió a Cervantes la idea de las Bodas de Camacho.

»A medida que va transcurriendo el día las botas de vino se van vaciando, los grupos se animan, la agitación se vuelve confusión, la confusión tumulto y la fiesta no se termina sin algunas puñaladas[190]

»Doy al turista el consejo de presenciar la fiesta, pero no de tomar parte en ella. Que vaya y vuelva en coche, pues el Puente de Toledo ofrece ese día serios peligros».

«Francia condimenta con trufas, Castilla con aceitunas, Galicia con castañas y Cataluña con ciruelas pasas.

»Así que los golosos se llevan chasco, pues al ver unas obleas negras que transparentan al través de la piel de los pollos y pavos creen que son trufas, cuando tan sólo son ciruelas».

* * *

Dice nuestro novelista y descubridor de España, en la primera mitad del siglo pasado: que aun cuando Italia y España estén cubiertas de olivos, son los paises donde peor aceite se fabrica, y para ello da la siguiente explicación:

«Para obtener doble cosecha dejan ranciar las aceitunas; éstas comunican a los aceites ese insoportable hedor a podredumbre, y lo mismo he podido comprobar en los aceites de Grecia, Siria y Egipto».

Menos mal que no somos los únicos, pero ¡qué viajero nuestro Dumas! Y hay que tener en cuenta que los viajes entonces tenían tanto de molestos como de pintorescos y tanto de poco confortables como de peligrosos.

* * *

Alejandro Dumas nos cuenta lo siguiente:

«Cuando era joven, en París imperaban dos mujeres: mademoiselle Georges, emperatriz de la tragedia, y mademoiselle Mars, reina de la comedia.

»Estas dos grandes actrices nos reunían todas las noches después del espectáculo y nos brindaban con una cena; allí acudíamos admiradores, artistas y literatos.

»En casa de Mars nos servían una sopa de almendras y en la de Georges una ensalada de trufas fuertemente condimentada con pimiento y picante».

Según Dumas:

La sopa de almendras era la semblanza de Mars y la ensalada de trufas caracterizaba perfectamente a Georges.