Grimod de la Reynière
El célebre e ingenioso gastrónomo Grimod de la Reynière nació en París en 1750, de padres muy ricos. Siendo muy joven, a causa de un terrible accidente, se vio casi privado de las manos[167]. A fuerza de constancia consiguió con los «residuos» de mano que le quedaron manejarse tan bien como si las conservara intactas. Fundó para entretenerse el Almanaque de los golosos, cuya publicación costeó durante ocho años, y en 1808 escribió y publicó el Manual de los anfitriones, a fin de inculcar en la nueva sociedad, nacida de la Revolución, los finos modales, así como los preceptos de urbanidad y elegancia que imperaban en tiempo de la Monarquía.
Gozó siempre de una salud envidiable, de un estómago sólido e inatacable y vivió hasta los ochenta años.
Alejandro Dumas cuenta que conoció a Grimod de la Reynière, a quien fue presentado por su sobrino el conde de Orsay; que Grimod, a pesar de sus muchos años, les invitó a compartir su comida, y que conserva su recuerdo como una de las mejores comidas de su vida.
Grimod era muy elegante, aun de viejo, y se vanagloriaba de haber visitado de joven a Voltaire en Ferney.
El padre de Grimod sentía tanto más orgullo de su reciente nobleza, que la había comprado con dinero contante y sonante, consiguiéndola del mismo guardasellos en persona.
Grimod, en contradicción con su familia, no dejaba pasar una ocasión para humillarla, mofándose de ella, haciendo resaltar su plebeyez, la humildad de su cuna y recordando siempre en su presencia que él era hijo de un fermier général[168] y su padre de un charcutier[169].
Hijo irrespetuoso, en ausencia de sus padres organizó una fiesta burlesca en el domicilio de éstos. Invitó a numerosas personas a comer, todas del ramo de la alimentación: panaderos, carniceros, tocineros, etc., informándoles en las invitaciones que tocante a grasa, unto y cerdo quedarían satisfechos.
En efecto, la comida entera se componía de productos de cerdo, y Grimod lo hacía notar recalcando a cada manjar: «Es un pariente mío, charcutero, el que me provee de estas viandas».
Como maestresalas de tan singular banquete había contratado «saboyanos»[170] y los había disfrazado de heraldos de la Edad Media, y para mayor mofa aún había colocado en las cuatro esquinas unos mozalbetes vestidos de monaguillos, con su correspondiente incensario encendido y que a una seña suya se acercaban y le hacían desaparecer en una nube de humo.
«Esto —les decía Grimod— es para ahorrarles el trabajo de hacerlo como lo harían los invitados de mis padres».
En plena mascarada se presentaron éstos, y puede uno figurarse la humillación y cólera que sintieron.
En castigo le hicieron desterrar por lettre de cachet (por real orden; las lettres de cachet provenían directamente del soberano).
Antes de los seis meses falleció el padre de Grimod y bien a pesar suyo (del padre) heredó su inmensa fortuna.
Grimod de la Reynière, cuyo ingenio y gastronomía eran reconocidos por todos, fundó entonces y empezó a publicar el Almanach des gourmands, cuya publicación costeó durante ocho años, como dijimos antes.
* * *
A continuación insertamos algunos de sus preceptos sobre urbanidad, usos y costumbres. Muchos cayeron en desuso; los que perduraron podrán ser útiles a mis lectores, y los otros tal vez les interesen y diviertan como documentos de la época.
Quisiera también llamar la atención sobre el tiempo en que vivió Grimod, en que no existían los medios rápidos de comunicación moderna; así que todo requería mucho más tiempo que ahora. Y sobre lo que decimos sobre las invitaciones manuscritas, no se concebía que fueran de otra forma; impresas les hubiera parecido el colmo de la mala educación; tanto es así, que los reyes, príncipes, grandes señores, financieros y hasta los literatos (que podían) tenían secretarios cuya ocupación era imitar la letra y firma de su amo, a fin de reemplazarle en la mayoría de los casos. De ahí proviene la frase de «mi puño y letra», que nos parece innecesaria, y que como se ve no lo era, pues cuando, efectivamente, la carta era escrita de «puño y letra» del interesado les convenía hacerlo constar (sería para dar más fuerza al documento o más mérito a la carta).
Y ahora volvamos a nuestro Grimod y veamos lo que nos dice:
«Las invitaciones, para ser válidas, tenían que ser escritas a mano y recibidas tres días antes, cuando menos, con relación a la fecha del convite[171]. Si no se podía acudir había que contestar antes de las veinticuatro horas para que el anfitrión tuviera tiempo de reemplazarle. Al no contestar, se daba por aceptada, y si no acudía luego al convite se le sancionaba con una multa en metálico que podía alcanzar la bonita suma de 500 francos y privación de todo convite durante un espacio de tiempo que podía ser hasta de tres años (creo que serían contados los que se expusieran a tamañas sanciones).
»Una vez aceptada la invitación tan sólo se podía faltar a ella —sin sanción— en caso de enfermedad, arresto o muerte».
Lo del arresto nos sorprendería si desconociéramos la época en que vivió Grimod y la arbitrariedad con que se detenía y encarcelaba a la gente.
Pero lo que sí sorprende no es que hubiera que justificar la ausencia en caso de enfermedad, pues también nosotros estando enfermos avisamos, sino que fuera necesario un certificado del médico como comprobante, y en caso de arresto, la orden de detención. Y ahora viene lo mejor. Si no se acudía por defunción, los herederos veíanse obligadas a pagar la multa…
Grimod tal vez exagera un poco; pero leyendo las Memorias de la época, entre otras las de la duquesa de Abrantes, esposa del general Junot, se ve la importancia que tenían los banquetes. Las «comidas» eran tan importantes que se sacrificaba todo a ellas. No hay un capítulo en el que la duquesa de Abrantes no mencione un banquete, pues todo ocurría en la mesa: Fulano había llegado tarde, el otro comía suciamente, el tercero olía mal (sic), el cuarto era un sibarita, etc., etc. Lo que no nos detalla es ninguno, y lo siento, pues en uno que dio nos habla de una pieza montada hecha con caramelo, diversamente coloreada; pero tan sólo incidentalmente y diciendo llamó la atención por ser una novedad…
«Esas normas obligaban por igual al anfitrión, pues en caso de enfermedad tenía que designar un sustituto para representarle; generalmente un amigo íntimo y comensal constante de la casa, pues los convidados no hubieran aceptado cualquiera, y ni siquiera le libraba la muerte, pues antes de fallecer debía indicar quién ocuparía su lugar».
¿Y si se moría de repente? ¿Sería su heredero? Si éste resultaba un pariente lejano no cabe la menor duda que haría honor al banquete; pero ¿si era un padre o un hijo? Esto no me lo creo aunque me lo diga Grimod. (¿Por qué lo consigno? A título de curiosidad y extravagancia).
De todas formas, en tiempo de Grimod una invitación a comer era una cosa seria…
Sin embargo, el mismo Grimod reconoce que estas reglas se practicaban poco, y se lamenta de ello, pues «siendo la comida lo más principal de la vida, nunca se le dará demasiada importancia».
Sin embargo, el mismo Grimod reconoce que estas reglas se practicaban poco, y se lamenta de ello, pues «siendo la comida lo más principal de la vida, nunca se le dará demasiada importancia». ¡Cuando decíamos que Grimod exageraba!
Al cotejar los textos de Grimod vemos cuánto han cambiado las horas de las comidas, pues el autor designa las cuatro de la tarde como la hora de comer.
También hemos cambiado en lo siguiente: el anfitrión designaba uno de sus amigos para que hiciera los honores de su casa, pues el anfitrión no debía aparecer hasta momentos antes de pasar al comedor. De esto nuestro Grimod da una explicación en desacuerdo completo con nuestra etiqueta y que nos deja asombrados; dice «que apareciendo antes parece que la preparación de la comida no le preocupa, cuando su deber es vigilar hasta el último detalle para que todo vaya impecable». (Hoy quien tal hiciera sentaría plaza de cursi y de poco mundo).
El anfitrión pasará el primero al comedor, «pues no es el momento apropiado para hacer ceremonias cuando la comida aguarda. Su puesto será en el centro de la mesa, permaneciendo de pie hasta acomodarse todos» (igual que hoy día).
En cambio Grimod adelantándose a su época, recomienda se coloque en cada cubierto una cartulina, a fin de que los comensales sepan dónde han de colocarse.
En el Manual de los anfitriones silencia los puestos donde han de sentarse los invitados, habiéndolo ya comentado en su Almanach des gourmands, publicado en el año 1808; por tanto, a él nos remite, y yo hago lo mismo.
En aquel entonces el anfitrión «hacía plato». Colocada ante él la sopera, iba sirviendo por turno a los invitados (¿Cuándo comía él?). Grimod, muy modernista, aconseja se siga la moda nueva implantada por mademoiselle Contat, actriz de la Comédie Française, cual es de colocar los platos de sopa ya servidos en cada cubierto, es decir, hacerla servir por los criados.
Nos aguarda otra sorpresa: únicamente después de la sopa era correcto beber el vino puro, «pues de beberlo puro en lo sucesivo era sentar plaza de palurdo o creer que no iban a escanciarse vinos de marca». Al vino corriente había que añadirle agua. ¿Por qué? No me lo explico…
Nos dice también que cada día se propagaba más la costumbre de poner los vasos y las botellas en la mesa, y Grimod lo explica de esta manera: «Antiguamente, cada vez que un comensal quería beber, los lacayos traían en bandeja un vaso limpio y dos botellines, uno con agua y el otro con vino; pero a fines del siglo XVIII los lacayos, para ahorrarse trabajo, inventaron el presentar solamente el vaso ya servido, dosificando el agua y vino a su antojo; de manera que unas veces venía el vino puro y otras aguado, como si fuera para una colegiala».
Yo me limito a transcribir; mas ¿qué dirían nuestros invitados si les echáramos agua al vino, por muy poca que ésta fuera?
Otro precepto que nos deja suspensos: «Se procurará de no hacerse acompañar por su lacayo para no ofender al anfitrión, por si no lo tuviera, y en caso de llevarlo, se guardará de conversar con él durante el banquete ni de reñirle, dirigiéndole tan sólo la palabra para asuntos importantes, y, por cortesía, se hará que atienda a los demás invitados».
¡Qué incómodo sería para nosotros el que nos siguieran los pasos los criados!
He aquí dos florones:
«No es correcto molestar al anfitrión pidiéndole más porciones que las servidas por él; en cambio, éste se cuidará de que nunca queden vacíos los platos de sus invitados» (¡Sí que debía ser divertido entonces el papel de anfitrión!).
«Si se sirve uno mismo del plato que tiene delante, se cogerá tan sólo un pedazo, procurando hacerlo de prisa para que no parezca que se está eligiendo».
En diversos artículos incluídos en este libro hemos dicho y explicado cómo en aquella época era costumbre de asentar en la mesa muchas fuentes con diversos manjares, y no sé dónde leí que una dama, por no molestar a sus vecinos, comió exclusiva e íntegramente una legumbrera de guisantes, que era lo que tenía a su alcance…
Se comprende que de no poner varias fuentes con los manjares repetidos estaban expuestos a que un comensal se hartase de comer pollo mientras otro no comiera más que guisantes, como la dama del cuento.
Grimod, adelantándose a su época, dice «que sería provechoso para todos, pero principalmente para el anfitrión, el que se propagase la costumbre de hacer trinchar los asados por el maître d’hotel».
Y ahora pregunto: ¿Qué papel representaba entonces la esposa del anfitrión? Misterio. Grimod no nos lo dice.
Los vinos generosos eran entonces tan caros y bebida tan selecta («vins d’Espagne» los llamaban) que únicamente los escanciaba el famoso anfitrión; era considerado de mala educación reclamar si por olvido habíase quedado algún contertulio sin servir (la verdad que el comer era entonces bastante complicado). En cambio, el anfitrión, después de haber servido por sí mismo a todos sus invitados, para sentar plaza de rumboso tenía que dejar los licores en la mesa, y los comensales, para corresponder a tanta esplendidez, habían de ser parcos al servirse (esto hoy no se concibe).
Y se me olvidaba lo más florido: los postres, pastelillos, dulces y frutas, las damas se encargaban de irlos pasando a sus vecinos, pues dice Grimod «Era una buena ocasión para lucir la blancura de sus manos y sus graciosos ademanes».
* * *
Grimod nos da también preceptos de urbanidad y buena educación:
«No abordar temas políticos habiendo opiniones distintas; no acaparar la conversación; pararse a tiempo si se ve que no interesa; saber escuchar a los demás; ser ameno».
Esto es de todos los tiempos y nos parece muy bien, pero lo que no nos parece tan bien es el precepto siguiente:
«El anfitrión digno de este nombre ha de dejarse robar por sus criados, pues éstos estiman en mucho más los “provechos” que el jornal, lo que servirá para que sean fieles…».
Bien es verdad que a continuación dice: «El anfitrión deberá enterarse bien de los precios de los artículos, a fin de que los “provechos” no sobrepasen de un diez por ciento del precio inicial de un artículo».
¿Qué tal? Grimod de la Reynière nos va resultando un precursor, pues al admitir ese gravamen o descuento sobre la fortuna se vislumbra el impuesto sobre el capital, y nosotros que creíamos haberlo inventado. ¡Cuán equivocados estábamos!
Y ahora unas cuantas observaciones sobre lo anteriormente insertado.
No aparece por parte alguna la «anfitriona». ¿Es que tan sólo invitaban y eran anfitriones los solteros? Bien sabemos que no por las crónicas de la época, pero es un poco picante para nosotras cómo silencia nuestro sexo… También me parece que abusa demasiado de la palabra «anfitrión». (Esa frase fue «fabricada» entonces y se puso tan de moda que la empleaban sin cesar. Hoy día tan sólo cabe usada en broma).
Quiero dar una explicación plausible de la manía morbosa que tenía Grimod de humillar a sus padres rebajándose a sí mismo. Todo ello era orgullo y rabia por no poderse codear de igual a igual con la nobleza. Él era educado, tenía talento y una cuantiosa fortuna, pero no era noble. La aristocracia de Francia era sumamente altanera y constituía una casta cerrada. Sentía y demostraba particular desprecio hacia la improvisada nobleza, cual la de los padres de Grimod, a la que llamaban una savonette à vilain, que traducido libremente resulta «jabonadura de siervo», o sea, jabón para limpiar la rotura.
En igual caso que Grimod se hallaban muchas personas que se habían enriquecido y que se veían desdeñadas por no ser nobles de nacimiento. Creo haber dado en el clavo y también que muchos de estos rencores no fueron ajenos a la Revolución francesa, ya que ésta no la promovió la plebe, sino hombres de carrera y nobles desprestigiados.