Francisco Martínez Montiño, cocinero mayor del rey Felipe III. Año 1628

María Mestayer de Echagüe
«Marquesa de Parabere»

Francisco Martínez Montiño, cocinero mayor del rey Felipe III. Año 1628

Poco o nada sabemos de su biografía, ignoramos dónde nació, cuáles fueron sus comienzos y cómo llegó a ser cocinero mayor del rey. En cambio, mucho bueno podemos decir como gestor de las cocinas del rey Felipe III. Se ve que para la época era un hombre instruído, tanto en letras como en su oficio, pues conocía guisos extranjeros. En cuanto a su cocina española no se diferenciaba mucho de los guisos franceses, ambos adolecían entonces de los mismos defectos; exageración en la cantidad de viandas, fuertes condimentos y abuso de especias.

Igualmente en las dos cocinas, la francesa y la española, perduraba bastante barbarie: una abundancia tan exagerada de «viandas[99]» que cuesta trabajo creerlo y el servir un mismo alimento (en la misma comida) con salsas distintas y variadas guarniciones. Para comprobarlo basta con leer los menús tan fantásticos que nos ofrece Montiño y que copiados de su libro Arte de Comer insertamos en este artículo.

Mis lectores verán que en «una comida para septiembre», compuesta de tres viandas, en la primera vianda vemos «platillo de palominos con calabaza rellena»; en la tercera, otros «platillos de palomino con lechuga». En la segunda vianda: «capones asados», «platos de capones rellenos» más «tórtolas asadas», «pichones asados con costilla de carnero y pan rallado».

Desde luego que hay abundancia de viandas, pero sin refinamiento alguno; pero de ese mismo defecto adolecía la cocina francesa de la época. La italiana era en aquel entonces la más refinada.

De lo que escasea es de pescado, aun cuando da bastantes recetas de él; pero se ve que no se comía apenas, ya que en esas mismas viandas hay una sola vez salmón y otra vez truchas; en cambio, las empanadas, los capones, los jigotes, abundan. También echamos de menos mucho de nuestro folklore gastronómico; da la receta de los chorizos, y no llevan pimentón, desde luego que no lo menciona ni una vez; de los chorizos dice que le gustaban al rey, pero no hay un solo guiso que lleve chorizo, ni tan siquiera las «ollas podridas». El arroz no lo concibe más que con leche y azúcar; en cambio, da una receta de «chochas» tan perfecta que cualquier cocinero francés de hoy día la firmaría; desde luego que él advierte que la receta es extranjera. Seguramente que Montiño sabía guisar al estilo del pueblo, pero le parecería más elegante aplicar a sus guisos lo que llamaríamos hoy día, cocina «cosmopolita»; puede también que estuviera influído por la reina Isabel de Valois, esposa de Felipe III, y muchas veces guisara así por complacerla.

Aparte que en la Corte y en casa de los grandes se comía muy distintamente que en el pueblo. En la Corte se explica por los casamientos: Carlos V tuvo que traer gustos flamencos; Felipe el Hermoso se los impondría a Juana la Loca, su esposa. En cada reino y a veces varias veces, pues nuestros reyes enviudaban con suma facilidad, reinaban en Palacio francesas, austríacas, italianas, portuguesas, y, como es natural, cada una de ellas influía en las cocinas reales, y así vemos a cada paso surgir la manteca de vaca, el hojaldre, la mostaza. Lo que sí sorprende es el uso inmoderado que hace del azúcar, la canela, los limones y el vinagre. Todo ello debía tener un sabor agridulce muy propio de la época.

Lo de echar azúcar a los guisos no me choca tanto, pues en Vizcaya se acostumbra; ahora bien, el azúcar que se echa es mínima, y tan sólo para corregir el amargor de la molla del pimiento o el acidez del tomate y del vino, y a las «perdices en su salsa» le añaden chocolate; ya tenemos el azúcar y la canela de Montiño. A mí, personalmente, lo que no me gusta es echar azúcar a la masa de las croquetas; pero como muchas antiguas vascas le ponían sería porque les gustaba.

Otro detalle que sorprende en Montiño es la cantidad de carne, ave y pastas que indica en sus menús y la escasez de pescado y de huevos; eso que da muy buenas recetas de tortillas, tal vez no le pareciera manjar bastante importante para incluido en «las viandas». También abundan las hortalizas, menciona las coles, la calabaza, las berenjenas, las habas, las lechugas y alguna más; el tomate ni lo menciona, ni tampoco el pimiento, oriundos ambos de América, y que, por lo visto, no se habían hecho aún españoles…

Pero examinemos a Montiño como jefe de las cocinas del rey.

Las advertencias que hace y los consejos que da sobre la limpieza de la cocina y el gobierno que ha de tener el cocinero nos hace penetrar en los arcanos de la misma, y verdaderamente que tenían entonces mucha destreza y habilidad para guisar airosamente con tan poco confort —tal vez esa misma lentitud les hacía guisar mejor—; nosotros debemos ser muy torpes, ya que con tantas facilidades apenas alcanzamos a preparar media docena de platos. Bien es verdad que la limitación del trabajo a ocho horas, con un reposo intermedio de dos horas, no permite que el cocinero haga filigranas, ya que hay guisos que requieren siete y hasta más horas de cocción; pero dejémonos de digresiones, ya que para solaz de nuestros lectores vamos a copiar, extractándolo, lo que escribe Montiño en el capítulo primero de su libro Arte de Cocina:

«De la limpieza de la cocina y del gobierno que ha de tener el cocinero mayor en ella.

»En este capítulo pienso tratar de la limpieza que se hace más necesaria e importante para que cualquier cocinero dé gusto en su oficio; y para esto es necesario guardar tres o cuatro cosas. La primera es la limpieza; la segunda, el gusto, y la tercera, presteza; que teniendo estas cosas, aunque no sea muy gran oficial, gobernándose bien, dará gusto a su señor y estará acreditado. Ha de procurar que la cocina esté tan limpia y curiosa que cualquiera persona que entrase dentro se huelgue de verla».

Es tanto de admirar que generalmente los cocineros se ocupan poco de estas menudencias y que era tanto más meritorio cuando entonces no había agua corriente en las cocinas y que había que acarrear ésta desde afuera en cubas, jarras y tinajas…

«El agua tendrás en tinajas o tinacas, con sus cobertores, y tendrás cuatro o seis cántaros con una cantarera de palo, que no lleguen con los suelos al de la cocina, éstos sean vidriados, con sus tapadores; del agua de estos cántaros echarás a cocer toda la que se hubiere de guisar, y la otra será para lavar y fregar las herramientas».

¿Se percatan de lo que suponía la limpieza entonces? Ese acarreo constante de agua y la leña que había que partir…

«Las mesas las harás de pino blanco, y que las frieguen cada día con agua hirviendo y ceniza y estarán muy blancas».

Mucho más blancas que lavadas con lejía, que las ennegrece, y como no se tenga mucho cuidado de lavarlas bien luego, conservan el olor a lejía y se lo comunican a los alimentos que se colocan luego encima. Y ahora esto de sabor arcaico:

«Hanse de poner unos saetines hincados en las paredes para poner las velas y que no peguen enjundia de gallina en las paredes, porque una enjundia que no sea mayor que un real de a cuatro hace una mancha en la pared blanca tan grande como un plato, y parece mal».

«Todas las veces que entrares por la puerta de tu cocina procurar tener algo que enmendar, mira si está bien colgada la herramienta y si está cada cosa en su lugar; y si hay por las paredes o por el techo alguna telaraña, hazla remediar luego, sin dejado para después, porque se olvidará el mozo de cocina o portador, y tendrás que tornar a mandar, y con esto tendrán cuidado y temerán; y si el mozo no fuese muy aficionado a tener la cocina limpia, no le tengas en ella, sino despídelo luego, por que no andes cada día riñendo con él, y más que si no se precia de hacer bien su oficio de mozo de cocina, nunca será oficial».

Y he aquí otro cuadro de costumbres que merecería un marco:

«Si fuese posible, no tengas pícaros sin partido, y si los tuvieres, procura con el señor que les dé algo, o con el limosnero, porque puedan tener camisas limpias que mudarse, porque no hay cosa más asquerosa que pícaros rotos y sucios; mas como es una simiente que el rey Don Felipe II (que Dios tiene) con todo su poder no pudo echar esa gente de sus cocinas, aunque añadió mozos de cocina y otra suerte de mozos de cocina que se llaman galopines[100], todo porque no hubiese pícaros y nunca se pudo remediar; solo en su cocina de boca[101] no entran más de un oficial y un portador y un mozo de cocina y un galopín, y éstos están una semana con el cocinero mayor y el domingo se mudan a la cocina de Estado[102] y vienen otros tantos por sus semanas».

Esto ya no me gusta, pues el pobre cocinero mayor tenía que volverse loco con tanto cambio. Es casi imposible acoplar un buen conjunto de cocineros; ¡qué sería la cocina del rey con personal nuevo cada semana!

Montiño nos ha demostrado ser un psicólogo cuando dice con toda su experiencia y picardía que para ser un buen aprendiz de cocinero es necesario que tenga buen carácter, sea dispuesto, ágil, diestro, de buena presencia, guapo (buen rostro), y que sean presumidos para que anden limpios; seguimos copiando:

«Otra cosa tengo experimentada: que hombres que sean torpes o patituertos nunca salen oficiales ni son limpios. Procúrese que sean de buena disposición, liberales, de buen rostro y que presuman de galanes, que con esto andarán limpios y lo serán en su oficio; que los otros, por ser pesados, tienen pereza y nunca hacen cosa buena, que el oficio de la cocina, aunque parece que es cosa fácil, no es sino muy dificultoso, porque hay tantas cosas que hacer y cada cosa tiene su punto, y todo se ha de encargar a la memoria[103], que los boticarios, los médicos y letrados, cuando se les ofrece alguna duda, con estudiarla en sus libros salen de ella con facilidad, y por eso digo que la gente de cocina ha de ser de buen talle, disposición y entendimiento».

A continuación hace una recomendación que tampoco nos vendría mal ahora, como es la de lavarse a menudo las manos; las otras no tienen razón de ser hoy día y creo que tampoco entonces, pues eso de que se han de quitar las espadas en la cocina huelga; me figuro se las quitarían aunque Montiño no se lo dijera, pues para una reyerta basta con sus cuchillos, bien afilados, y no veo qué fin persiguen guisoteando con una espada al cinto, que unas veces se les metería entre piernas y otras se engancharía en todas partes.

Que me perdone don Teodoro Bardají, pero no se vislumbra por parte alguna el gorro que nos asegura usaban los cocineros españoles de tiempo inmemorial. Tampoco estoy conforme con los que aseguran que lo inventó Carême, ya que existen grabados y caricaturas del siglo XVIII en que se ven cocineros con gorros enormes, delantales fruncidos y una correa al cinto con un cuchillo trinchante metido en una vaina de cuero.

Tampoco Montiño menciona delantales o mandiles; en cambio, recomienda que las camisas estén limpias y se quiten los puños para trabajar.

«Has de procurar que en la cocina haya cada día ropa blanca[104] para cubrir la mesa y los asadores con la vianda, y para que se limpien las manos; y pondrás una costumbre: que todos los oficiales y mozos que entrasen por la mañana en la cocina lo primero que han de hacer sea quitarse sus capas y espadas y colgarlas[105] en el palo y los clavos que están puestos para ello; quitarse los puños, lavarse las manos, limpiarse en una toalla que estará colgada para esto y trabajar con mucha limpieza. Si alguno tomase su capa[106] saliese fuera, cuando tornase a entrar se torne a quitar los puños, lavarse las manos y limpiarse en la toalla. A una parte de la mesa harás de poner unos manteles limpios y pondrás sobre ellos la plata, y cuando fuera hora de hacer gigotes[107] háganse sobre los manteles, porque los platos estén limpios por los suelos[108], y no consientas hacer gigote ninguno a ningún mozo ni oficial sin su toalla al hombro y su tenedor[109], y tomará la pieza, pierna o ave, con el tenedor muy bien y picará en el ayre con mucha gracia, y advierta al que picare no ha de toser ni hablar, ni hacer otra cosa ninguna, sino estar con mucha compostura, porque es mucha descompostura, porque es mucho descomedimiento picar y hablar. No consientas que en la cocina, entretanto que se trabaja, haya conversaciones ni almuerzos[110]. La gente de la cocina antes que se ponga a trabajar, en acabando de tomar bocado, luego ha de hacer un almuerzo, y almuercen todos y ninguno ande comiendo por la cocina, que parece mal; y en acabando de almorzar lávense las manos y cada uno acuda a lo que tiene a cargo».

En este último párrafo hay varias cosas que no entendemos bien. ¿Qué quiere decir «picar en el ayre con mucha gracia»? Pues en aquel entonces no se trinchaba en la cocina; las piezas se colocaban enteras en la mesa; si se trata verdaderamente de trinchar no creo que sea lo más fácil hacerlo al «ayre», y si se trata tan sólo de trasladar la vianda del fuego a la fuente no veo la necesidad de esos juegos malabares; nada, que eso de «tomará la pieza, pierna o ave, con el tenedor muy bien, y picará en el ayre con mucha gracia» me ha dejado pensativa. ¿Qué fin perseguirá con tanta gracia y por qué habrá que levantar la pieza como un trofeo?

Lo que sí me parece de perlas es que no se tosa sobre la pieza; en cambio, no concibo en qué la perjudicaba el que se hablara.