El suicidio de Vatel
Es un error el creer que Vatel era de oficio cocinero. Seguramente sabría guisar; mas él, tanto en casa de los príncipes de Condé como anteriormente en la del superintendente de Hacienda Fouquet, ostentaba el cargo de controleur général, equivalente a encargado, administrador, gerente, responsable. Cargo de mucha importancia, pues sobre él descansaba todo el engranaje del castillo de Chantilly[146]: cocinas, comestibles, conservación de muebles, cuadros, vajillas de oro y plata, aderezo de la mesa, luminaria, proveedores; todo en cuanto a comida, limpieza, servidumbre y bienestar de los moradores le atañaba; todo, vuelvo a decir, estaba bajo su control; probaba los guisos, escogía los vinos, daba su visto bueno, pero ni guisaba ni servía a la mesa. Como se ve, el cargo no era una sinecura. Vatel era con Gourville —administrador— los dos ejes de la poderosa casa de los Condé; sobre ellos tenía el príncipe depositada toda su confianza. Quedamos en que Vatel era un señor muy encopetado que tenía ayuda de cámara (lo consigna la Historia), siempre magníficamente vestido, con casaca bordada, gran peluca y espadín; lleno de cintajos, encajes[147], relojes, dijes y sortijas —dicen que se le cayó una de brillantes en un caldero, lleno de mermelada, al coger la cuchara para probarla; suponemos que la recuperaría.
Luis XIV hacía tiempo que había prometido permanecer en Chantilly un día entero y dormir en él —en plan familiar venía a menudo a pasar la tarde—; pero Condé quería recibirlo como soberano, así que insistió en su visita. El rey no había aún señalado día fijo y tampoco el número de personas que le acompañarían —esto último lo ignoraba, ya que al desplazarse oficialmente arrastraba detrás de sí una ciudad entera: guardia y casa militar, palaciegos, alta y baja servidumbre, cocineros, mayordomos, lacayos, cocheros, palafreneros, tapiceros, etc., etc.[148].
Vatel tuvo que encargarse de todo; cosa nada fácil, ya que desconocía la fecha de llegada y el número, ni aproximado, de comensales: éste podía oscilar en varios centenares.
Sin embargo, fue preparándose, encomendando a todas las granjas de los contornos fueran cebando aves, pichones, cerdos, terneras, etc., y recopilando hortalizas y huevos; igualmente hizo encargos a París de jamones, embutidos, pasteles de carne, así como de melones, naranjas y limones (fruras entonces exóticas y muy caras); igualmente indicó estuvieran alerta, los proveedores para que no faltara para la fiesta el pescado de mar y de río.
Por otro lado adquirió candelabros, bujías, cristalería, mantelería; contrató cocineros, fregonas, lacayos y camareros, a quienes hubo de proveer de libreas de la casa, así que cuenta la crónica que día y noche los sastres contratados por él cortaban, cosían y probaban; los cazadores hacían hecatombes de caza mayor y menor; los jardineros limpiaban los jardines, improvisaban macizos de flores, y los tapiceros repasaban las habitaciones del castillo.
¿Creéis que eso era todo? Había que disponer además tiendas de campaña para cobijar todo ese enjambre, y limpiar, pintar y amueblar las casas del pueblo, amontonando los moradores en graneros y cuadras, a fin de alojar en ellas los invitados que no cabiendo en el castillo no se podía, por su categoría, hacerles dormir en las tiendas.
Y aún había más: había que alojar y alimentar a músicos, cantores, bailarines y cómicos, contratados para amenizar la fiesta. Y disponer los fuegos artificiales, sin los que no se concebía un festejo entonces, e iluminar el parque y disponer los lacayos necesarios para escalonarlos con antorchas en la entrada de la finca… (Después de esto no nos sorprende que el pobre Vatel terminara mareado).
En fin, Luis XIV fijó la fecha de su ida a Chantilly[149] para dos semanas después. El rey, de camino hacia la frontera de Flandes, donde se combatía, llegó, como lo anunciara, en la noche del jueves 26 de abril de 1671. El jardín y los salones estaban repletos de flores y por doquier lucía una espléndida iluminación. Los palaciegos y las damas, lujosamente ataviados, paseaban por el parque.
El príncipe de Condé agasajó espléndidamente al soberano y su corte, pues cuéntase que sólo en un día gastó en su honor una suma equivalente a más de trescientos mil francos.
Se habían tendido veinticinco mesas, además de la del rey; el festín suntuoso, abundante en manjares extraordinarios, fue animado por músicas y escenas pastorales.
Pero Vatel veía con terror que los invitados llegaban sin cesar, que carrozas y más carrozas iban depositando a centenares damas y palaciegos, y en la mesa veinticinco el asado[150] no alcanzó. Los lacayos que acudían a las cocinas hubieron de volver sin ello. Vatel se hallaba en una aguda sobreexcitación nerviosa. Cuando se enteró de que el asado no alcanzaba, a pesar de las verdaderas montañas de carne preparadas, se angustió tanto que parecía iba a darle un síncope. Decía sin cesar a sus subalternos:
—¡Estoy deshonrado! ¡Esta es una afrenta que no podré soportar!
A Gourville el administrador, le declaró:
—La cabeza me da vueltas. Hace doce noches que no duermo. Ayúdeme a dar órdenes.
Gourville le secundó en lo mejor que pudo y procuró consolarle con palabras de aliento.
El asado, servido abundantemente en todas las mesas, faltó en la mesa ¡veinticinco! Este incidente fue para Vatel un triste presagio que le desconcertó.
Gourville informó al príncipe de la desesperación del controleur général por lo sucedido en el asado. El príncipe fue en persona a felicitarle y le dijo:
—Todo va bien, Vatel. Nada más exquisito y bien presentado que la cena del rey.
Pero Vatel replicó desesperado:
—Señor, su bondad me confunde, pero sé que ha faltado asado en algunas mesas.
—Nada de eso —le contestó el príncipe—; no se preocupe, que todo marcha muy bien.
Pero el pobre Vatel[151] se afligía cada vez más, no obstante las palabras tranquilizadoras que todos le dirigían.
Mientras todos dormían, él velaba; la brigada nocturna tenía que poner todo en orden, preparando todo también para la mañana siguiente, y esto sin promover el menor ruido, para no molestar al monarca e invitados.
A las cuatro de la mañana corría a inspeccionar las despensas y las cocinas, impaciente para reponer lo gastado. Como era viernes[152], día de vigilia, había encargado a todos los pescaderos de París le trajeran ese día cuanto pescado llegara esa noche, y para mayor seguridad había pedido más pescado a los puertos de mar.
Esperaba que esa enorme cantidad de pescado[153], aderezado con infinita variedad de salsas y adornado artísticamente, provocara el entusiasmo de los comensales y el elogio del rey.
Pero las horas pasaban y el pescado no llegaba. Su impaciencia crecía, la espera se hacía intolerable. Iba de un lado para otro, con paso febril, interrogando a los cocineros, advirtiendo a todos los criados, disponiendo toda cosa. Y he ahí que de pronto se encuentra con un mozalbete que traía dos cestas llenas de pescado. En cuanto Vatel le vio le detuvo, y le dijo:
—¿Éste es el pescado? ¿Esto es lo que traes?
El muchacho, que ignoraba que Vatel hubiera encargado más pescado, le contestó:
—Sí, señor —y se dirigió a las cocinas.
Ante esta respuesta, Vatel, todo trastornado, se puso a sudar; las piernas le temblaban. El pobre hombre creyó que la pesca había fracasado, que no habían cumplido sus órdenes, hasta llegó a dudar de haberlas dado, y se consideró perdido.
Desalentado, deprimido, en cuanto vio a Gourville le narró lo sucedido y le dijo:
—Señor, no podré sobrevivir a tanta desdicha. He perdido la reputación y el honor.
Gourville, que estaba medio adormilado, no creyó que lo dijera de veras y lo tomó a broma. Pero Vatel, una vez solo, subió a su cuarto sin que le vieran y se encerró en él. Miró con su catalejo y no vio nada. El contratiempo que sufría le parecía el fin del mundo. Después de la falta de asado en dos mesas, ¿qué poder humano podía remediar la falta de pescado un día de vigilia, con centenares de comensales y entre ellos el rey mismo y su corte? Nada podía reparar esa inolvidable derrota de su habilidad, quedando comprometida para siempre su reputación. En un momento de obcecación resolvió perder la vida antes que su buen nombre. Desenvainó la espada, apoyó la empuñadura en la puerta y se precipitó sobre la hoja, atravesándosela al través del cuerpo hasta tres veces.
Mientras Vatel, en el furor de la desesperación, realizaba ese acto de locura, iban llegando los proveedores con los cestos colmados de pescados.
Corrieron en busca de Vatel para que distribuyera la mercancía, mas no lo encontraban en parte alguna, hasta que subieron a su dormitorio, y al ver la puerta cerrada por dentro y que nadie contestaba a sus voces se decidieron a derribada, hallando a Vatel, ya cadáver, bañado en un charco de sangre.
La trágica nueva se difundió por el castillo, y el príncipe de Condé, muy afectado por la desgracia, informó inmediatamente al rey. Este dijo que por ocasionar siempre complicaciones rehuía muchas invitaciones. Los cortesanos comentaron animadamente el episodio. Se encomió el sentido tan celoso que tenía de su honor profesional y se censuró el suicidio[154]…
Un rato después siguió la fiesta, pues la gente se había congregado para divertirse y no para llorar. Gourville tomó a su cargo la preparación del banquete, y éste fue servido puntual y con la magnificencia esperada.
El rey, los príncipes, las damas y los demás invitados comieron y bebieron alegremente; luego se jugó, se cazó, se merendó, y por la noche tuvo lugar un suntuoso baile, con sus correspondientes fuegos artificiales (éstos costaron 16 000 francos).
El siguiente día continuaron los festejos con la misma animación.
Madame de Sevigné, la ilustre epistolaria, presente en la fiesta, reseñando el acontecimiento en su carta del 26 de abril de 1671, le pone el siguiente comentario:
Je jette mon bonnef, par dessus le moulín et je ne fais rien du reste.
Lo que en buen castellano quiere decir: «Ahí me las den todas».
Ese fue el panegírico de Vatel, muerto por no querer sobrevivir a lo que él creía el «honor de su nombre».
Y Gourville no le lloró.