Cambacérès
Cambacérès, archicanciller del Imperio francés, con tratamiento de Alteza, había sido, como tantos otros, revolucionario y convencional, con la agravante de que había sido de los que votaron la decapitación de Luis XVI. Pero ¿quién se acordaba de esto ahora, que tantos revolucionarios se habían transformado en duques, príncipes y hasta en reyes?
Pero esto no es de nuestra incumbencia y tenemos que sujetarnos a juzgarlo tan sólo desde el punto de vista gastronómico, y vamos a reproducir la opinión del ilustre maestro Carême sobre la cocina y mesa de Cambacérès, tan enaltecida por propios y extraños. Carême, en sus escritos, reprocha a Cambacérès su tacañería; a continuación transcribimos lo siguiente:
«He escrito varias veces —dice Carême— que la cocina de Cambacérès no merecía su reputación. A continuación expondré algunos detalles que darán a conocer esa vilaine maison (fea casa). Monsieur Grand Manche, cocinero en jefe de Cambacérès, era un profesional muy instruído en su oficio, personal muy honorable que todos estimábamos mucho. Habiendo sido varias veces contratado por él para ayudarle en fiestas dadas por el archicanciller he podido apreciar la calidad de su trabajo; por tanto, estoy capacitado para exponer mi opinión. El príncipe, por la mañana se ocupaba minuciosamente de la comida del día, pero tan sólo para discutir y restringir el gasto, y siempre se revelaba en él hasta en el más alto grado esa inquietúd de los detalles, propia de los avaros.
»Este príncipe tenía por costumbre, los días de banquete, fijarse y llevar la cuenta de las viandas que quedaban intactas en fuentes y bandejas. Con dichos fragmentos[137] arreglaba a su manera un menú que entregaba a su cocinero, ordenándole que con esas sobras confeccionara otra comida en regla. Qué comida, ¡cielos! Yo —sigue diciendo Carême— no pretendo que lo sobrante no deba aprovecharse, pero sí afirmo que con ello no se puede preparar banquetes para príncipes y eminentes gastrónomos. Esos aprovechamientos es cosa muy delicada que no incumbe al amo; este no debe verlo ni saberlo, sino dejarlo a la habilidad y probidad de su cocinero. Los restos deben ser aprovechados con precaución, habilidad y, sobre todo, en secreto.
»La casa del príncipe de Talleyrand, la primera de Europa, del mundo y de la Historia, se regentaba por otros principios, que son los principios del gusto y los de los grandes personajes a quien serví. El emperador de Rusia, Alejandro I, Jorge IV, lord Steward, Talleyrand, etc.
»El archicanciller, por su cargo, recibía innumerables regalos de artículos alimenticios, lo mejor de cada región. Todos estos tesoros se iban amontonando en una despensa cuya llave guardaba celosamente. De todas las provisiones tomaba buena nota, apuntando en un cuadernito su fecha de llegada, y él era el que ordenaba su distribución, de manera que su cocinero tenía que contemplar con verdadero dolor cómo se iban estropeando, no llegando nunca frescos a la mesa. Cambacérès jamás fue un gourmet; era tragón y hasta voraz. ¿Podráse creer que prefería a todo un pastel relleno de albondiguillas (paté chaud aux boulettes[138]), un manjar indigesto, desaborido y sin gracia? Una vez que el bueno de Grand Manche sustituyó esas asquerosas albondiguillas con una delicada guarnición de quenelas de ave, crestas y riñones de pollo, es un hecho, aunque parezca increíble, que el príncipe le injurió y exigió sus consabidas albondiguillas, que resultaban tan duras que era como para romperse la dentadura, pero que a él le sabían a gloria.
»Como entremés comía muy a menudo un trozo de este famoso pastel, que ponían a recalentar en la parrilla, o algún sobrante de jamón del que se había tirado toda una semana.
»Y su tacañería llegaba a tal punto que su excelente cocinero nunca podía preparar una gran salsa por falta de ingredientes, y los subjefes y ayudantes no tenían nunca ni tan siquiera un litro de vino de Burdeos a su disposición. ¡Qué parsimonia! ¡Cuánta tacañería! ¡Qué casa! ¡Qué compasión! ¡Qué diferencia con la digna y gran casa del príncipe de Talleyrand: confianza entera y justificada en su jefe de cocina, el honrado M. Bouché, uno de nuestros más conspicuos profesionales! Allí tan sólo se empleaban los productos más sanos y perfectos; todo era habilidad, orden, esplendor; el talento era apreciado. Era el cocinero quien gobernaba el estómago del ministro, y quién sabe si no influía con su arte en la actividad y grandes pensamientos de éste.
»Comidas integrando cuarenta y ocho viandas distintas he visto dadas en las galerías de la calle Valennes (Ministerio). Las he visto servir y las he dibujado. ¡Qué hombre ese Bouché! ¡Qué panorama presentaban esos banquetes! ¡Cómo se manifestaba en ellos la grandiosidad de la nación! ¡Quien no lo ha presenciado no ha visto nada!».
No hay que dar demasiado crédito ni a las censuras ni a los ditirambos de Carême, pues lo hacía para adular a Talleyrand, que en materia gastronómica era el rival de Cambacérès.
En realidad, éste era un gran gastrónomo, que tenía refinamientos que le eran propios, como el hacerse servir una perdiz asada entera por un costado y hecha picadillo por el otro, a fin de procurarse a la vez dos sensaciones distintas. Tenía Cambacérès un amigo y partenaire digno de él: Aigrefeuille, que lloraba de alegría al recordar los excelentes champignons que comía en Montpellier, su país de origen; suponemos que estaría chocho de puro viejo o tendría vejez prematura.
Cambacérès era presidente del Club de los «Gustadores», fundado para fallar sobre la calidad de los géneros alimenticios y su sabia confección. Su fundador, el médico Gastaldy, falleció de indigestión (¿no sería de congestión?) en una comida con que fue obsequiado por el arzobispo de París, monseñor de Belloy el 2 de diciembre de 1805, por haberse obstinado en repetir por cuarta vez de un excelente salmón a la Chambord, y esto a pesar de los repetidos y paternales consejos del prelado.
Las sesiones de este club no tenían nada de tristes. El 16 de enero de 1810 tuvo lugar un suntuoso banquete presidido por Cambacérès, en honor de Mlle. Augusta, actriz del Vaudeville, e intercaladas entre los «gustadores» había otras diez bellísimas artistas más, a quien se adjudicó el título de «hermanas de los jurados».
Henrion de Poncey, presidente del Supremo y amigo de Cambacérès, seguía dignamente los derroteros de su jefe en materias gastronómicas. Y fue éste, y no Brillat-Savarin, el que dijo, dirigiéndose a sus invitados los sabios Laplace Chaptal y Bertholet, la célebre frase: «Yo considero el descubrimiento de un nuevo manjar que avive nuestro apetito y prolongue sus goces como un acontecimiento mucho más interesante que el descubrimiento de una nueva estrella, pues de éstas ya conocemos bastantes».
Como digo antes, esta frase se la atribuyeron a Brillat-Savarin; a mí siempre me pareció que no se adaptaba bien, que no tenía sentido. Por casualidad descubrí que el autor de tan manido concepto era Henrion de Poncey, y se concibe se lo dijera a unos sabios, pues venía al caso; en cambio, como precepto de Brillat-Savarin no tenía razón de, ser.
Es un hecho que durante el primer Imperio la cocina de Francia estuvo en auge. No sabemos si por tradición o como reacción, tal vez por ambos motivos, junto a Grimod de la Reynière, el jocoso autor de L’Almanaque des Gourmands, hacía gran figura el general Bisson: éste era capaz de batirse por una comida mal condimentada…
Un buen día fue convocado por Napoleón a la Malmaison[139]; habiendo llegado a las cuatro de la tarde, a las diez de la noche seguía esperando; como no había comido, el tiempo se le hacía harto largo; observó que un lacayo, todos los cuartos de hora, entregaba a un paje un hermoso pollo asado, que colocaba encima de una mesa, y en cambio le devolvía el pollo anterior, que éste se llevaba. Bisson, no pudiendo aguantar más pues le roía el hambre, cogió el suculento pollo destinado al emperador y lo devoró hasta los huesos. El lacayo llegó trayendo su consabido pollo caliente y se asombró al ver que el pollo anterior había desaparecido y otro tanto sucedió con otro y con otro. El personal de cocina se conmovió ante la desaparición repetida de tantos pollos y empezó a hacer cábalas. Mientras tanto el emperador se entrevistó con Bisson y le despidió a los cinco minutos. A la noche el chambelán de servicio participó al emperador la misteriosa desaparición de tres pollos preparados para él[140]. «Apuesto —dijo Napoleón— que es Bisson el culpable. Es un voraz; en guerra tuve que dar orden de que le adjudicasen triple ración. Es un valiente y excelente militar. En el campo de batalla es un Goliat; pero en la retaguardia es un verdadero Gargantúa: necesitaría un buey tan sólo para bocadillos».
Cambacérès, con toda su golosinería, no era tan voraz, pero para conquistarlo era preciso ofrecerle vituallas. El mariscal de Castellane lo consigna en su diario con fecha del 1806: «A mi llegada a París comí en casa de Cambacérès, que me trató maravillosamente, pero yo antes le había enternecido enviándole de parte de mi padre un capazo lleno de hortelanos y malvices de Juranjon».