Historia de la sopa

María Mestayer de Echagüe
«Marquesa de Parabere»

Historia de la sopa

La sopa, es decir, el cocimiento de un alimento en agua o caldo, tiene que ser antiquísimo.

El vocablo «sopa» deriva del sánscrito sopa, que quiere expresar líquido, caldo, salsa; igualmente nos ha proporcionado la palabra supakura, literalmente confeccionador de sopa.

Un filólogo alemán asegura que «sopa» deriva del antiquísimo supfen, que expresa la acción de husmear. También los suecos poseen el vocablo sod, que señala «un alimento líquido que se absorbe con cuchara». Sea lo que fuere, la sopa, bajo una u otra forma, es conocida desde la más remota antigüedad.

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La Biblia reseña que los hebreos, en Egipto, confeccionaban caldos, y Gedeón, dice el santo libro, «mató un cordero, puso su carne en una olla e hizo caldo». Los israelitas cocían la carne de animales con leche. Costumbre común a todos los semitas.

Herodoto nos dice que en el año 430 antes de la Era cristiana los escitas que habitaban en las orillas del mar Negro «disponían de marmitas para cocer los alimentos»; por tanto, todas esas razas hacían caldo.

En cambio, los griegos de la época de la guerra de Troya no cocían las carnes en vasijas: las asaban. Muy posteriormente, Aspasia, la griega más bella, dicen se alimentaba de consomé preparado con ave y cordero.

También hallamos otra prueba de que en Tracia se cocinaba sopa. El rey Hathys llenó la plaza de la ciudad de calderos con líquido hirviente y, queriendo hacerse popular, se puso un mandil y provisto de un gran cucharón fue sirviendo por sí mismo la «sopa» a sus súbditos.

El famoso caldo o potaje negro de Esparta se componía de carne de cerdo, sangre del mismo, vinagre y sal.

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Los germanos, los galos, los iberos sabían cocer la carne en marmitas. Es curioso cuán gran papel desempeña el caldo en las leyendas arias. Por ejemplo, cuando Tannhäuser regresa de Roma sin haber conseguido la absolución del Papa, la venus germana le reconforta con una «sopa bien olorosa».

Los anglosajones confeccionan dos sopas: la bruce, o caldo ordinario de cerdo, y el drove, caldo más suculento, adicionado de almendras y pajaritos.

En la Edad Media los conventos se llevaban la palma por la variedad y suculencia de sus sopas. Una crónica del siglo XIII dice que los priores se hacían servir cinco o seis sopas distintas, y en un concilio de la época se discutió sobre tan interesante tema, prohibiéndose a los novicios el tomar más de una sopa cada día. Había entonces gran variedad de sopas: de tocino, de guisantes, de pescado, de remolacha, de berza, de espinacas, de habas secas, de leche, de nabos, al queso, con mostaza, de rábanos, de hinojos, de perejil, de membrillo, de manzana, de acedera, de flor de saúco, de cañamón, de calabaza, de leche de almendras, de azafrán, etc., etc. (todas estas sopas hicieron las delicias de la Edad Media; sería curioso dar con las auténticas recetas y reproducidas); los caballeros andantes preferían las sopas de vino. Duguesclín se preparó a combatir contra el inglés Guillermo de Banchourg absorbiendo tres sopas confeccionadas con vino en honor de la Santísima Trinidad.

Más modernamente se apreciaba la buena sopa por la cantidad de «sustancia» que contenía (a la mayoría de los españoles les gusta que tenga mucha).

Mencionaremos de paso cierto libro impreso en Nuremberg en 1691 que contiene 117 fórmulas de sopas distintas, y otro publicado en Salzburgo en 1717, con 218 recetas de sopas de caldo y 163 de vigilia. Esto demuestra la importancia que tenían las sopas entonces.

Muchos personajes han sido aficionados a las sopas; la duquesa de Orleáns, en sus innumerables cartas[42] dirigidas a sus no menos innumerables parientes, escribe que su cuñado Luis XIV absorbía diariamente «cuatro platazos de sopas variadas». Siendo tal su pasión por ellas que los días que se purgaba (y lo hacía a menudo), y como dieta, tomaba una sopa de pan muy hervido y luego un consomé en que ponía a remojar abundantes cortezas de pan.

Federico el Grande era también apasionado de las sopas. Le gustaba que los caldos fueran muy concentrados y bien provistos de especias, agregando además por su mano en la misma sopera una buena cucharada de enebro en polvo y otra de raspaduras de nuez mascada.

Las sopas cada vez se fueron refinando más: el gran maestro de la cocina francesa Carême llegó a practicar 500 recetas distintas.

Los franceses tienen dos clases de sopas: la soupe, que es la familiar, y el potage, que es la refinada, hecha con caldos concentrados; en cambio, los españoles llamamos potaje a un guisote vulgar.

Según Champien, las sopas en el siglo XVI eran consideradas como un manjar muy distinguido, dedicándoles todos los cuidados; les ponían una exageración de especias y de colorines[43]: azafrán, azúcar, anís, remolacha, enebro, canela, pimienta, agua de rosas, etc., etc. ¡Qué mezcolanza!

En una crónica escrita por el mariscal de Beaumont cuenta éste que en el año 1416 el emperador de Alemania visitó la capital de Francia y fue obsequiado con un gran festín en el Louvre: «se sirvió como primer plato una sopa de pescado muy picante, al estilo alemán, preparada por las damas de la Corte…».

En el siglo XVI se pusieron de moda las sopas de cebolla y queso gratinadas al horno, las de fideos, las de calabaza y laurel, y en Francia el hoche-pot, sopa de Navidad con muchas viandas, parecida a la olla podrida.

El rey Enrique IV de Francia, que reinaba entonces, solía decir que su anhelo sería que «todos los franceses pudieran echar los domingos una gallina a la olla».

En el siglo XVII se servían en la mesa de Luis XIV [44], rey de Francia, varias sopas, de las que éste tomaba sendas escudillas. Su cronista, el duque de Saint-Simon, comenta admirado los enormes platazos que le veía engullir (cuatro y más), y habían de ser hechos con caldos muy concentrados, sazonados con exceso de especias y mucha pimienta. La cuñada de este rey, que era una princesa de la casa de Baviera, decía que jamás pudo acostumbrase a esa alimentación y que le confortaba más una «buena sopa de cerveza» que todos esos coulis.

Entonces se pusieron de moda las sopas de arroz, las de harina de trigo (papillas), y para los banquetes, las cremas con yema[45] y las almendras, así como las de ave, perdiz, liebre y faisán; todo bien machacado y puesto en papilla.

En aquella época hubo un gran cocinero, François de la Varenne, que inventó más de trescientas clases de sopa, y otro después, Pierre David, que nos ha dejado doscientas fórmulas distintas sobre la misma materia.

Senac de Meilhan inventó, el potaje al oeuf (sopa de huevo), y Camerani, el gran actor italiano, puso de moda la sopa, que lleva aún su nombre; Grimod de la Reynière entregó al cocinero de Camerani cien francos por la fórmula y proclamó al inventor «Rey del Imperio de la Gastronomía».

Las sopas modernas glorifican principalmente a Antonino Carême, por haber sido éste el que más variedad de ellas ha inventado.

Nosotros, los españoles, hemos contribuído poco al imperio de la sopa; los que más importancia le han dado son, indudablemente, los franceses. La gastronomía española tan sólo ha aportado la sopa de ajo y la de caldo pero siempre sencillas: de fideos (sopa que podríamos llamada nacional), de arroz caldosa, de pan hervido…

Montiño, que citamos siempre, apenas si en su libro tiene sopas que sean sopas de verdad, y en sus «comidas» (menús o carta que decimos hoy) no hay sopas. En su «comida por el mes de mayo» empieza con «capones de leche asados» y las sopas brillan por su ausencia. «Una comida por septiembre», primer plato: «Pavillos nuevos asados con su salsa» y ni asomo de sopa.

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Entre los personajes contemporáneos tenemos algunos muy «soperos». La emperatriz de Austria —la que fue asesinada en Ginebra por el anarquista Luccheni— era una gran entusiasta de las sopas; el emperador Guillermo I de Alemania atribuía su portentosa salud y fortaleza a los caldos y sopas que le confeccionaban, según fórmula de su médico. En un puchero ponía a la vez seis kilos de carne de vaca, catorce pichones y dos pollos; el caldo resultante dicen que podría llamarse de resurrección y lo creemos, pero en nuestra época de restricciones…

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Tan sólo comentaré la «sopa» española y la francesa, pues ellos y nosotros somos los únicos aficionados a ella y los que nos preocupamos de que esté sabrosa.

La sopa familiar generalmente es mala; con carne escasa no puede resultar buena ya que el caldo es el resultante de los principios nutritivos de la carne y no es necesario ser muy lince para comprender que cuanto más carne se eche al puchero tanto más suculento resultará el caldo.

El caldo, el buen caldo a la española, integra carne, huesos, gallina, tocino, pelota y, si gusta, chorizo. De esta forma resulta lo que llamamos en Vizcaya un caldo sustancioso. En lo de sustancioso diferimos de los franceses que no admiten que el caldo tenga «ojos», y a nosotros nos agrada. El sabor del caldo varía según las regiones: en unas les gusta que lleve especias; en otras, en cambio, les gusta que sepa a hierbabuena; en otras quieren que tenga azafrán pimentón, cominos, etcétera.

Los franceses, en cambio, no conciben más caldo que el del Pot au feu, integrándolo, escuetamente, carne, huesos, ave, zanahorias, nabos, puerros y cebolla; este caldo, muy cargado de vianda y muy concentrado, es el famoso consomé.

Post-Thebussern, en su Guía del buen comer español, reclama para nosotros la primacía del consomé. Cita una vez más el recetario del monasterio de Alcántara y hace constar que allí está su receta, bajo el nombre de «consumado o “consumo”. Esto no tiene la menor importancia, ya que de tiempo inmemorial se ha sabido que cociendo mucha carne en poco líquido éste toma más fuerza y mejor sabor; mucho más interesante me parece su sopa burgalesa, por ser más del terruño».

De Burgos puede recordarse una vieja receta de sopa burgalesa en que entran por partes iguales pedacitos de cordero desmenuzados como piñones y colas de cangrejo de río en iguales cantidades. El viejo preceptista escribía: «Con esta sopa, que es muy suculenta y de mucho alimento, conviene beber vino blanco de Rueda».

Esto sí, tiene sabor arcaico… Igualmente se ocupa, y sobre todo se preocupa, de la «sopa de ajo». Sobre ella no se puede decir nada, ya que no sólo a cada provincia, sino hasta a cada hogar, le gusta de una manera distinta. En Andalucía, en Castilla, se hace con pan candeal; en Guipúzcoa, en Vizcaya, con pan a propósito llamado «pistola», todo corteza. En estas provincias no le ponen pimentón, en otras sí; en algunas le echan chorizo desmenuzado, y en algunas regiones costeras, pescado, y en otras, hierbabuena, comino, etc.

En cuanto al punto que ha de tener, unos la quieren caldosa, otros seca y muchos tostada al horno, con lo que sí concuerdo es en llamarla «sopa nacional», pero añadiendo «apropiada al gusto de cada uno».

Quiero también rectificar un error de dicho libro, cuando dice que en Andalucía se comía la sopa de ajo con pimentón de tiempo inmemorial. No puede ser anterior al siglo XV; ya que el pimiento fue importado de América. Y quien lea a Montiño comprobará que no menciona ni una vez el pimentón, ni tan siquiera en sus recetas referentes a chorizos y longanizas, y Montiño escribía en el siglo XVII…

En Francia, también la sopa familiar es la de pan (con caldo o agua y mantequilla); aparte de la de caldo de carne hacen muchas sopas a base de purés (con caldo o con leche) y sopas de pescado, la más nombrada la célebre bouillabaise.

Nosotros tenemos muchas sopas de pescado, similares a la bouillabaise; nada de extraño, ya que ésta y aquélla proceden de regiones bañadas por el Mediterráneo.

Los ingleses, alemanes, escandinavos, norteamericanos, etc., son poco aficionados a sopas; sin embargo, los ingleses tienen algunas: la sopa de tortuga, la de liebre y el ox-tail —éstas son sopas de lujo, pues el pueblo se contenta con el porridge—; los alemanes tienen su «sopa de cerveza»; los rusos y los polacos tienen también dos o tres que les son propias y que hemos incluído en el artículo sobre la «cocina rusa»; también los italianos tienen la conocida Osso-Bucco y el Minestra; los chinos, su famosa «sopa de nido de salangane», que llamamos golondrina. Pero éstas son «extraordinarias», ya que todas estas naciones se pasan perfectamente sin sopa; en cambio, sus papillas, porridge, arrow-root, maizena, etc., etc., a nosotros no nos gustan.