Historia de los helados

María Mestayer de Echagüe
«Marquesa de Parabere»

Historia de los helados

El hielo como refrescante de bebidas se ha utilizado de tiempo inmemorial. En invierno se hacía buen acopio de nieve y hielo y se metía en hoyos y cuevas preparadas al objeto; para conservarlo en su estado se cubría con espesas camadas de paja trillada, de manera que quedaba perfectamente aislado de la temperatura exterior.

Y para probar su antigüedad diré que Ateneo, en su Cena dei Savi, pide hielo del Olimpo para enfriar el vino. Según Juvenal y Luciano, los antiguos acostumbraban a ingerir la bebida fresca, y hasta helada, particularmente el agua.

Séneca critica el refinamiento de los romanos diciendo: «Non cestate tantum sed et medio lujene nivem hoc ause bibunt», y también la costumbre de las damas de masticar hielo constantemente.

Este ansia de beber helado hasta en el riguruso invierno tal vez obedecía al exceso de alimentos que ingerían, y, sobre todo, a su condimentación fuerte y especiada, que les producía un ardor constante que habían de calmar a fuerza del hielo…

Los romanos de la antigüedad empleaban para las bebidas ánforas y jarras de oro y plata, y también unas botellas de cristal compuestas de dos cuerpos, envasada una en otra, más pequeño el del centro. En ése, se vertía el líquido, y en el espacio de alrededor se colocaba la nieve o hielo picado; así no había temor de que se contaminara el líquido que se fuera a enfriar —lo que prueba que practicaban la higiene—; todo esto lo describe Macrobio.

Plinio agrega: «Acquam, vitre demussan in nives refrigerare», y Plutarco aclara: «Ponían alrededor del frasco una gran cantidad de nieve; los que eran observadores de la higiene hervían previamente el agua, enfriándola luego ciñendo el frasco en una envoltura de nieve o hielo bien picado».

Según Plinio, Nerón solía tener un gran número de esclavos dedicados exclusivamente a proveerle de nieve pura cogida en las simas. Colocaban relevos de trecho en trecho, y los esclavos, a fin de ganar tiempo, cubrían su trecho a carrera tendida, entregándose unos a otros la nieve, rindiendo así su máximo esfuerzo.

Ateneo, a quien citamos al principio, en el tercer tomo de su Cene dei Savi, da recomendaciones sobre la manera de servir la nieve del Monte Olimpo y de conservarla.

Los griegos y los romanos, y nosotros hasta muy modernamente, conservaban el hielo del invierno en cuevas y hoyos dispuestos al objeto.

Si bien los sibaritas de la antigüedad inventaron mil medios para beber fresco, no parece que conocieran el «sorbete» como observa Averani:

«El potare nivem de los latinos no se refiere al sorbete ni al agua congelada artificialmente; refiérese al agua de nieve o hielo natural».

Yo creo que el sorbete no fue inventado, que fue obra de la casualidad: algún día daría alguien vueltas al envase del líquido (maquinalmente), y vería con asombro cómo éste se iba congelando al pegar contra la nieve de afuera (no lo doy como precepto, es tan sólo una hipótesis)…

Pero con lo que no estoy conforme es con que se adjudique la invención al pueblo italiano, ya que los cruzados mencionan en sus crónicas los sorbetes que tomaban en Tierra Santa y los describen como copos de nieve perfumada.

Igualmente los chinos conocían desde tiempos remotos la confección de los helados, y fueron más lejos aún, pues a ellos se deben los famosos helados surprise (hielo por dentro y caliente por fuera). En efecto, se conocieron por primera vez en el Restaurant chino de la Exposición de París del año 1890…

El célebre humanista Florentino Sverani, que vivió a mediados del siglo XV; nos dice que «Bernardo Buentalenti, hombre de sagaz ingenio, célebre por sus numerosos inventos y maravillosas aplicaciones, fabricó el primer sorbete». Pero el uso de éste no se generalizó, pues, como siempre, encontró una gran oposición por parte de la facultad, que lo prohibía como perturbador de la digestión y de los calores naturales del estómago.

«Pero la industria humana, siempre ingeniosa y sagaz en cuanto concierne a la gula, pronto se percató que esas bebidas en vez de dañar la salud, favorecían, mitigando el exceso de calor de los órganos del estómago, refrescando la sangre en el estío, estimulando las energías vitales».

(Mis lectores ven que todo lo expuesto anteriormente no es mío; me he limitado a transcribir los aforismos de la época).

Desde luego que los primeros europeos que fabricaron sorbetes fueron los italianos. Los florentinos y venecianos, primeros navegantes que comerciaron y visitaron los principales puertos de Turquía, Persia y el lejano Oriente, al regresar a su patria enseñaron a sus conciudadanos a fabricar exquisitos sorbetes con los jugos acuosos y azucarados de las frutas: limón, naranja, granada, agua de rosas y café.

(Que el sorbete es de origen oriental lo prueba palpablemente el vocablo que empleábamos para designado, que es el derivado del sherbet oriental, y que quiere decir lo mismo).

En Francia los primeros helados fueron dados a conocer por los cocineros y confiteros que trajo consigo Catalina de Médicis[49] cuando vino a desposarse con el futuro rey de Francia Enrique II. Pero los sorbetes no trascendieron fuera de la corte, como tampoco el famoso alhermes de los Papas León XII y Clemente X. Los pasteleros y confiteros florentinos, incluso el famoso Renati, no quisieron dar a nadie el secreto de su fabricación, y los parisienses tuvieron que aguardar otro siglo más antes de poder saborear los exquisitos sorbetes a la italiana. En un escrito del siglo XVI consigna el dueño del café del Florín que en Nápoles hacía por entonces más de doscientos años que se fabricaban helados, llamados celati.

Un gentilhombre palermitano, Catello Procopio, habiendo derrochado todo su patrimonio, dedicó sus últimos recursos a abrir en París un establecimiento similar a los italianos: con divanes, espejos y mesas de mármol, con el fin de servir helados y rehacer su fortuna.

Otro italiano de fama mundial, el napolitano Velloni Vello ni, quien inauguró en París en el año 1798 un espléndido café en el Boulevard des Italiens así llamado por haber funcionado en él —hasta que se quemó— un teatro italiano. Pero la suerte no le favoreció; abrió varias sucursales en otros barrios, mas viendo su resultado negativo, cedió toda su empresa a su primo, el joven Tortoni, que era dinámico, inteligente y activo, y en pocos años levantó el negocio. Velloni, en la miseria, se suicidó desesperado; no me parece que se portó muy bien Tortoni.

A principios del siglo XIX el café Tortoni se vio favorecido por los acontecimientos políticos, y durante el primer Imperio su magnífico surtido de helados a la napolitana y a la siciliana le atrajo la mejor clientela de París. No había banquete oficial o privado donde no fuera él el encargado de los helados, montando los bufetes y adornando las mesas con sus miríficas piezas montadas.

En aquella época con el café se servían helados, así como por la tarde y a última hora de la noche, con el té o el ponche…

A pesar de haberse abierto otro establecimiento a corta distancia con el fin de hacerle la competencia, siguió en auge, y Tortoni siguió siendo el punto de reunión de todos los elegantes de la capital, así como cuantas celebridades contaba París.

Tortoni se retiró del negocio en el año 1825, con más de 200 000 francos de renta que heredó su hijo único.

Fue el inventor de los pezziduri, los sfincioni, los caldo fredi, los zabalglioni, los cassati sicilianos, con crema y frutas; las macedonias de frutas, los quesitos helados y, sobre todo, el delicioso ponche a la romana, servido en copa y compuesto con zumo de naranja, adicionado de merengue y vino de champagne, y el ponche florentino, parecido al anterior, sustituyendo el champagne con ron Jamaica. Tortoni inventó también los arlequines, los panachés, y puso de moda los sorbetes a la italiana, con pistachos, limón y frutas confitadas…

Flonari, en Venecia, y Pedrochi, en Padua, hicieron política inventando los «sorbetes patrióticos» (suponemos que sería combinando colores subversivos).

El café Procopio fue un café histórico, por donde desfilaron generaciones de grandes escritores y literatos: Balzac, Alejandro Dumas, Alfredo de Musset, Lamartine y otros; fue muy típico por estar enclavado en el barrio Latino.

En 1802 Samuel Latham Mitchil, miembro preeminente del Congreso de los Estados Unidos de América, escribió una carta a su esposa comunicándole haber asistido a un banquete dado por el presidente de la República, y dice así: «El postre era jugo de frutas, refrigerado, bien endulzado y formando bolas, servido con una rica crema».

Estos helados eran considerados solamente como postre, mas pronto constituyeron una de las más ricas y poderosas industrias.

En América siempre se bebe agua helada, y hacen una gran consumición de ice cream, crema helada.

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En Bilbao había de tiempo inmemorial en la calle de Bidebarrieta una tienda de esteras perteneciente a unos valencianos, que en llegando el verano se transformaba en horchatería y «heladería», aunque tan sólo llevaba el primer nombre. A dicha horchatería, durante el verano, acudían todos los bilbaínos, damas y caballeros inclusive, pero sobre todo mamás y niños. Los helados eran invariables: horchata, limón mantecado y leche merengada. No valían gran cosa, pero eran enormes; el mantecado levantaba un palmo desde el borde de la copa, y la leche merengada era servida en unos vasos de cristal ordinario, pero de la capacidad de medio litro o más; sí, indudablemente debía ser más, pues yo jamás pude terminarlo, y los de Pombo, de Madrid, me parecían pequeños, comparativamente. ¿Y el precio? Pues los enteros, ochenta céntimos y… diez céntimos de propina (si se daba), y los medios, dos reales… Y muy abundantes de azúcar y con un manojo de barquillos, de los que se podía pedir más si así lo reclamaban los niños.