El colegio de Mlle. Celia
El colegio de Mlle. Celia, donde acudíamos todas las niñas bien de mi generación de Sevilla, era un colegio muy pintoresco.
A él acudimos hasta que se instaló el de Castilleja o hasta que nos proveyeron de mademoiselle, miss o fraulein, por parecede esto mucho más elegante a nuestras mamás…
La directora era francesa, y era muy natural se la llamara mademoiselle, pero es el caso que las maestras españolas gozaban de igual privilegio, y las llamábamos mademoiseille Dolores; las dos se llamaban Dolores.
Colegio de mis ensueños, donde no aprendí nada y nada nos exigían (al menos en mi clase, que estaba regentada por una de las Mlle. Dolores y éramos de las pequeñas: de siete a diez años).
Teníamos un libro de lectura muy bonito: Las obras de misericordia —lo he, buscado, y está agotado—, luego la Historia Sagrada en láminas y nos enseñaban el francés con el método Ollendorff:
«—¿Tiene usted una pluma de cristal?
»—No, tengo medias de lana.
»—¿Va usted de paseo?
»—Mi canario canta muy bien».
Claro está que nadie aprendía el francés; pero, a pesar de ello, el colegio de Mlle. Celia era un gran colegio…
Llevábamos merienda en una cesta, y había quien llevaba como merienda una rosca de pan y dos terrones de azúcar (sic) o un puñado de aceitunas. Ustedes no me creerán, pero esa merienda, ¡me daba una envidia! No porque me apeteciera, sino porque la mía chocaba: un enorme bistec bien sanguinolento metido en un bollo[214]… Nada, que las aceitunas de mis condiscípulas me parecían, ¿cómo diré?, bueno, que encajaban más en el ambiente. Claro está que lo del ambiente lo comprendí más tarde, entonces lo sentía sin comprenderlo… Nunca me ha gustado desentonar, y mis bistecs y mis asados de ternera desentonaban; yo me volvía de espaldas para comerlos, y a veces hasta los echaba al water…
También llevaban todas unas blusas grises atadas por delante, y yo una blusa negra atada por detrás. ¡Cuánto me ha mortificado ese dicho blusón negro! «¿Por qué te visten de luto?», me preguntaban María Pepa Piña o María Paul. Yo me quejaba a mi madre, pero ella no me comprendía. ¡Cuánto hacemos sufrir a los niños por incomprensión!
El día de Santa Celia era día de jolgorio. Todas nos descolgábamos con sendas bandejas de dulces, ¡y qué enormes eran esas bandejas!, con castillos, catedrales y ramilletes de guirlache llenos de frutas confitadas y cubiertos de verdaderas cataratas de huevos hilados, y las enormes tortas de polvorón, y las pirámides de bizcochadas y mostachones, y los cajones de yemas de San Leandro.
Mademoiselle Celia era espléndida, y durante varios días, hasta dar fin a las dulzainas, nos pasábamos la tarde comiendo.
Esos dichosos días, ni Ollendorff, ni Historia Sagrada, ni Obras de misericordia. Postres y manzanilla, pues nunca faltaba alguna cañita. Algunas le regalaban también algún barrilillo…
También en Navidades gozábamos de unos días de atracón de golosinas; pero no tantos, pues se le regalaban también pavos.
¿Qué hacía Mlle. Celia con tantos pavos? En Sevilla los pavos son pavos mientras están vivos; una vez asados se transforman en pavas; también en Madrid los bueyes se vuelven vacas en cuanto los matan…