Más anécdotas gastronómicas
El Papa Sixto IV tenía un sobrino, Pietro Riacio, de veinticinco años, a quien hizo cardenal.
Pietro era orgulloso, sensual, fatuo, indigno por completo de los ricos beneficios que su tío derramó sobre él.
Iba siempre suntuosamente vestido. Cuando la princesa Leonor de Nápoles visitó Roma Pietro hizo construir expresamente para ella y su séquito una espléndida casa enfrente de la iglesia de los Apóstoles.
La sala de banquete se refrescaba con grandes fuelles colocados detrás de preciosos tapices… Hasta los utensilios más insignificantes eran de oro y plata. El banquete que Riacio ofreció a la princesa recordaba el lujo pagano de la Roma imperial. Sirvientes vestidos con terciopelo y brocado ofrecían a los comensales dulces, naranjas y malvasía; otros presentaban hermosas palanganas con agua de rosas para que se lavaran las manos.
Se sirvieron tres servicios, en total cuarenta y cuatro manjares distintos: venados asados con toda su piel, cabras, liebres y terneras, garzas y pavos reales con sus plumas, y al final un oso entero con un garrote en las garras.
* * *
Juana de Portugal, esposa del rey Enrique IV (madre de la Beltraneja), llegó a Badajoz en 1455, acompañada de doce damas de honor y gran número de caballeros…
En uno de los banquetes, los servidores del arzobispo de Sevilla pasaron a los comensales grandes bandejas de plata llenas de hermosos anillos y piedras preciosas para que Doña Juana y sus damas pudiesen escoger lo que más agradase a sus gustos.
Rolland, cocinero de la princesa de Carignan y amigo de Audiger, autor de la Maison reglée (1692), o sea, La casa bien ordenada, cuenta y se hace boca de la fastuosidad de la Corte de Luis XIV; reseña particularmente que este soberano, cazando un día en el castillo de Juvisy, al retornar a Fontainebleau, donde residía, había ordenado estuviesen preparadas colaciones (meriendas[200]) en todos los caminos del bosque donde tuvieran que pasar los caballeros y las damas de la Corte que hubiesen tomado parte en la cacería. En el L’Art de bien traiter, páginas 306 y siguientes, da normas para las meriendas en jardines (garden party, que diríamos hoy día). Y en el prólogo de este libro, que se atribuye a un tal Robert, expone lo siguiente:
«Espero que esta obrita mía no será mal recibida por nuestros ilustres friands (ansiosos), para los que la política en el comer tiene encantos inconcebibles; que será, además, apreciada por los más difíciles y los que menos tienen por costumbre el alabar las cosas, y que los más expertos como los más profanos en la profesión hallarán deleites y satisfacciones de bastante consideración».
Robert habla despectivamente de su compañero de profesión La Varenne, escuyer de cuisine[201] del marqués de Uxelles; arremete contra él diciendo: «En mi libro no se hallarán las absurdas y asquerosas lecciones que da La Varenne en el suyo; que se atreve además a sostener y a escribir embaucando y adormeciendo durante tanto tiempo al estúpido e ignorante populacho».
No se puede decir que M. Robert no se despacharía a su gusto; pero resulta increíble que la censura, que entonces era implacable, dejara pasar e imprimir insultos tan soeces hacia un compañero, y sobre todo haciéndolos, como los hacía, extensibles a quien leyera el libro de La Varenne.
* * *
Louvois —ministro de la Guerra a durante el reinado de Luis XIV— ofrendó un banquete al Delfín[202] que integraba:
El primer servicio: 11 sopas distintas, 13 ordubres, 11 entrantes. El segundo servicio: 24 asados distintos, 24 entremeses[203], 11 ordubres de legumbres, tortillas, cremas, foie gras y trufas. Luego postres: frutas, queso, conservas, confituras, mazapanes, etc.
* * *
El duque de Vendôme tuvo de huésped en su castillo de Anet al Delfín el día 6 de septiembre de 1686. El menú del banquete, conservado por el abate de Chaulieu, es digno de Gargantúa. Se compone de 30 sopas, 60 platos ligeros, 132 ordubres, 132 platos calientes, 60 platos de entremeses fríos; 72 platos de asados, integrando cada asado unas 134 piezas de caza. Y como postre, 32 fuentes hondas llenas de naranjas[204] colocadas en pirámides, 50 ensaladas distintas, 100 ramilletes de frutas variadas, 91 vasijas llenas de frutas secas, 100 de compotas y 500 conchas de cristal llenas de frutas confitadas.
Les parecerá imposible el poner tantos platos pensando que no hay posibilidad de poner, pongo por ejemplo, 72 platos de asados distintos; pues me remito a las «viandas» de Montiño y verán cómo es posible.
Capones asados, capones rellenos, capones en jigote, capones asados con sopas de leche, capones con lechuga y salchichas, capones con habas, capones con lechuga, capones en pebre, capones en pepitoria, etc., etc., y así hasta lo infinito. Hágase otro tanto con pichones, con pollos, con faisanes, con venado, con pato, con liebres, con jabalí, etc., etc., y verán cómo terminan por poner, no 70 platos de asado, sino 700 o más.
* * *
Post-Thebussem nos dice en su libro Guía del buen comer español:
«Felipe II y Doña Isabel de Valois fueron obsequiados por el conde de Benavente con una “merienda” de dulces y pescados que se compuso de más de quinientos platos, servidos por pajes muy galanes, que iban de uno a otro lado llevando descubierto cada plato, siendo el último una trucha de 22 libras, por cuyo peso se iban remudando los pajes; detrás iban muchos con frascos de plata con diferentes géneros de vinos y aguas cocidas. El duque de Medinasidonia obsequió a Felipe IV en el coto de Oñana. Se acopiaron para esta fiesta 1400 barriles de pescado en escabeche, 700 fanegas de harina, 1400 pastelones de lamprea, 10 botas de vinagre, 400 arrobas de aceite, 80 botas de vino añejo, 100 arrobas de azúcar, 50 de miel y la carne y pan bastantes para alimentar por varios días a muchos miles de personas».
* * *
Cabrera de Córdova, en su Relación de las cosas de la Corte, enumera las vituallas que se enviaban cada día al embajador extraordinario duque de Mayenne, venido de Francia. Vale la pena reproducir la lista:
«Día de carne: 8 pavos, 26 capones, cebados de leche, 70 gallinas, 100 pares de pichones, 100 pares de tórtolas, 100 conejos y liebres, 21 carneros, 2 cuartos traseros de vaca, 40 libras de caña de vaca[205], 2 terneras, 12 lenguas, 12 libras de chorizos, 12 perniles de garrovillas, 3 tocinos, 1 tinajuelo de cuatro arrobas de fruta, 4 frutas a dos arrobas de cada género, 6 cueros de vino de cinco arrobas cada cuero y cada cuero diferente.
»Día de pescado: 100 libras de truchas, 50 de anguilas, 50 de otro pescado fresco, 100 libras de barbas, 100 de peces, cuatro modos de escabeche de pescado y de cada género, 50 libras de atún, 100 de sardinillas en escabeche, 100 libras de pescado cecial muy bueno, 1000 huevos, 24 empanadas de pescados diferentes, 1000 libras de manteca de vaca fresca, 1 cuero de aceite, fruta, vino, pan y otros regalos extraordinarios como en el día de carne se dice. Esto es cada día, sin otras cosas extraordinarias de regalos más o menos. Para esto hay dedicadas cuatro acémilas con sus cajones que traen este recado, y lo ponen en el aposento sobre unas mesas y cierran, y no parece otro día sino las cestas vacías y no quien las vacía».
Y he aquí lo que nos relata madame de Aulnoy en su Viaje por España, en 1679:
«Por muy tierno que sea el cordero, la manera de freírlo con aceite (pues aquí se usa poco la manteca) no es del gusto de todos. Las perdices abundan bastante y son grandes; pero a la sequedad propia de su carne se añade otra peor, porque las asan hasta carbonizarlas. Los pichones son excelentes, y en muchas partes abunda el pescado, sobre todo los besugos, que tienen un sabor parecido al de la trucha, y con los cuales se hacen pasteles que serían muy sabrosos cuando no estuvieran cargados de ajo, pimienta y azafrán».
Ya salió a relucir el besugo; el duque de Saint-Simon, embajador extraordinario venido de Francia, no cesa de ponderar el besugo en sus famosas Memorias; lo pone por las nubes, dice que es un dechado de perfecciones y… de frescura.
* * *
El duque de Luynes escribe en 1736 que la reina María Leckzinska, esposa del rey de Francia Luis XV, cuando cenaba en Meudon se le servían 29 platos distintos; de ellos, 8 sopas.
El gasto diario de coquinería de Luis XV era de trescientas noventa y nueve libras con dieciocho sueldos y once deniers[206]. Las sobras eran adjudicadas a la servidumbre y vendidas por ella a los versalleses.
* * *
María Antonieta era parca en el comer. «Su sobriedad era grande —nos dice madame Campan, su camarera—; se desayunaba con café o chocolate, no comía más que carnes blancas, y para cenar tomaba un caldo, una pechuga de pollo y unos cuantos bizcochitos que empapaba en agua».
* * *
El señor presidente De Brosser tenía por precepto que «la cantidad de alimentos en relación a los comensales que fueran a ingerirlos debía siempre ser el triple de lo necesario».
Este alarde estaba en consonancia con las costumbres de la época, y esta profusión había llegado a un extremo tal que alcanzó a los campamentos. Luis XIV tuvo que prohibirlo por decreto, y más tarde, en abril de 1750, limitó las mesas de los generales a sopas y carnes guisadas, prohibiendo se sirviera en campaña entremeses, ordubres, volovanes, etc.
Madame de Sevigné, la ilustre epistolaria, se burlaba de tanta exageración, y para expresar la saciedad que le producía, al volver a su casa decía: «Necesito comer; en esos festines me muero de hambre».
La Rochefoucauld, autor de Maximes, tampoco era partidario de ellos, si juzgamos por la carta que escribió a madame de Sablé:
«Como no quiero hacerlo de balde, le exijo una sopa de zanahorias, un ragout de cordero y un estofado de vaca, como el que comimos en su casa cuando invitó usted al comendador de Souvré; salsa verde, y otro plato más: un capón relleno de ciruelas y otro plato de su gusto; si puedo esperar que me obsequiará de nuevo con dos confituras de las que merecí comer entonces creeré que le debo la vida; así que dígame si puedo esperar todo esto el lunes a las doce. —La Rochefoucauld».
Fíjese, el duque resulta parco comparado con los monstruosos banquetes de la época; pero cuán bárbaro resulta aún. No pide más que cordero, vaca y capón… Nada de verduras, nada de manjar ligero; no es extraño que este duque estuviera martirizado por un reuma gotoso constante ¡con el régimen que observaba!
* * *
El Parlamento de París fue desterrado a Pontoise por rebeldía al rey Luis XV en septiembre de 1738; dicen que se consolaba banqueteando.
Uno de los consejeros obsequió al primer presidente con un festín cuyo coste no fue inferior a los siete mil francos[207], y para otro que no se pudo dar (por haberse visto inopinadamente trasladado a Blois) habíase adquirido en carne solamente por valor de quince mil libras[208].
* * *
La profusión de alimentos era tan general que hasta los presos de la Bastilla, objeto de tantas calumnias tendenciosas, comían opíparamente. Marmontel, que estuvo detenido doce días en ella (en 1761), cuenta que el primer día de su encarcelamiento le dieron de comer: una sopa, crema de habas frescas y mantequilla, otro plato de habas, bacalao al ajo, pan blanco a voluntad y una botella de vino corriente.
Esta comida de vigilia —pues ese día era viernes— la había comido con sumo apetito, por ser sabrosa; mas cuál fue su asombro al ver aparecer una segunda mucho más suculenta, y sobre todo cuando le explicaron que se había comido lo destinado a su ayuda de cámara[209]…
Marmontel celebró mucho la equivocación; pero más la celebró su ayuda de cámara, que se aprovechó de ella.
La segunda comida que le fue servida a Marmontel se componía de «una sopa exquisita, un suculento filete de vaca, un cuarto de gallina bien provisto de jugo y grasa, alcachofas a la marinada, espinacas al jugo, una hermosa pera, un racimo de uva; como bebida, una botella de vino de Borgoña añejo, y para terminar, una taza de excelente moka».
El gobernador de la Bastilla le visitó, a fin de cerciorarse si estaba satisfecho del trato que se le daba. Marmontel le contestó que estaba satisfechísimo, y para asegurarse más preguntó al carcelero que le atendía si los demás presos gozaban de igual trato. El carcelero le contestó:
«Ha podido usted comprobarlo viendo cómo alimentamos a su criado, y nuestros prisioneros no lo son menos».
* * *
Nos sorprende hoy día la excesiva importancia que se daba entonces a los placeres de la mesa, y esto en todas partes, pues si en España la comida era parca, en cambio las golosinerías: dulces, confituras, bizcochos, helados, chocolate, ocupaban, se puede decir, todo el día. Ya tengo dicho que recuerdo con asombro las inmensas bandejas de dulces de Sevilla en mi niñez, los merengues del tamaño de meloncitos, los bollos de leche del tamaño de una cabeza de niño de seis meses, los canutillos de 30 centímetros, las colinetas de siete pisos y los «ramilletes» (bizcocho, guirlache, huevo hilado, dulces, bombones), que necesitaban de dos hombres para transportarlos…
Tocante a lo que decía antes sobre la importancia de la mesa, téngase presente que la vida se desenvolvía en un ritmo muy lento, muy monótono y que esas «comidas» eran muy a menudo la única ocasión de reunirse que tenían amigos y familiares. En comidas siempre había (se le invitaba ex profeso para ello) un ocurrente, un animador, que las hacía gratas. Se brindaba se cantaba, se recitaban versos, y las horas pasaban gratas. Un banquete proporcionaba distracción y placeres; el anfitrión se afanaba por hacerlo mejor que el anfitrión rival e inventaba platos, rebuscaba vinos, preparaba sus galas y, si se tildaba de poeta, escribía versos e improvisaba romanzas. Un banquete era entonces una esperanza, un placer y un recuerdo luego. Un erudito del siglo XVIII escribe lo siguiente:
«Nuestros abuelos se fijaban más en la cantidad que en la calidad. Nosotros hacemos lo contrario. Nuestros estómagos, para estar de moda, se han achicado (¿ya?); no nos nutrimos más que de consomés, esencias y jugos. En llegando a los treinta años, el francés no puede seguir haciendo dos comidas diarias…
»Recuérdese cuánto nos hemos burlado de esos banquetes modernos donde impera el aburrimiento. Es un verdadero suplicio el comer y beber con tanta etiqueta al que ama la amable libertad de antaño. Hoy día nos pasamos el tiempo pidiendo y agradeciendo, y no tenemos el consuelo de la conversación, ya que a menudo los comensales se ven por vez primera y no saben qué decirse, y todo el transcurso de la comida se pasan haciéndose mutuos cumplidos…».
El reunirse para comer ha de ser un placer, tanto material como espiritual. Los famosos soupers (cenas tardías) de fines del XVII fueron modelo de ello.
Madame Du Deffand decía que el souper era «los cuatro fines del hombre». Las cenas del presidente Henault fueron celebradas por Voltaire y Chalieu, La Fare, Saint-Aulaire y otros brillaron en ellos por su amenidad e ingenio.
En su Physiologie du Goût, Brillat-Savarin observa que el placer de la mesa no estriba solamente en el placer de comer y quiere que no se confunda al voraz con el comensal.
«El placer de comer —dice— depende del apetito que se tenga; pero el placer de una comida a menudo no tiene nada que ver con el hambre».
Para que el placer de la mesa sea completo necesítase de un complejo de sensaciones: refinamiento en el guiso, luz adecuada, decorado artístico de la mesa, buena temperatura, buen servicio y… simpatía y compenetración de gustos e ideas en los comensales.
Aún bajo el reinado de Luis XIV gustaban los platos montados, 105 postres arquitectónicos, las pirámides de frutas, que resultaban verdaderos bastiones que no dejaban que los comensales se vieran entre sí.
En el siglo XVIII, emporio de la elegancia, esos enormes artefactos fueron cediendo el puesto a las piezas de orfebrería que tanta fama dieron a Germain; a los cubiertos de plata y oro, delicados y artísticos; a los suntuosos candelabros labrados con maestría; a las deliciosas figurinas de porcelana de Sajonia…
Y para pagar todas esas obras de arte ahí estaban las arcas de los financieros.
«Los aristócratas —observa maliciosamente un célebre gastrónomo de la época— podían aplastar a los financieros bajo el peso de sus títulos, escudos de armas y pergaminos; pero éstos les oponían sus cajas de caudales, sus fincas y sus mesas suntuosas. Los cocineros eran los verdaderos dueños y señores, y pese a los duques, que no se recataban en mofarse del anfitrión apenas traspasado el umbral, éste se reía, pues a pesar de todo habían acudido a su invitación y su presencia en el banquete atestiguaba su claudicación».
* * *
Los escritores franceses del siglo XVII mencionan mucho «hacer medianoche» (así en castellano).
Ésta se refería a una cena que tenía lugar después de las doce de la noche, cuando el día que terminaba era de vigilia (se conoce que era superior a sus fuerzas el esperar al día siguiente para comer carne).
Madame de Sevigné, en una carta fechada el 26 de abril de 1671, pone lo siguiente: «El rey se trasladó a Liancourt, donde había encargado “medianoche”»; y en su carta del 6 de abril de 1672 dice igualmente: «Después de las doce sirvieron un “medianoche”, el mejor del mundo, con viandas exquisitas»; y dicha marquesa escribió desde Bretaña que una señora provinciana, queriéndose hacer la elegante, había dicho en una reunión que acababa de hacer «medianoche» a las cuatro de la tarde. Lo que probaba que era una «bestia tonta que quería estar a la moda».
Enrique VIII, rey de Inglaterra, debido a su glotonería e intemperancia, había engordado de tal forma que a fin de guardar el equilibrio tenía que fajarse el abdomen, tal un tonel…
Sus mesas eran de sencillo pino, pero se cimbreaban ante el enorme peso de la vajilla de plata y de los no menos enormes trozos de carne, caza y pescado que contenían.
Entonces las bandejas y fuentes eran tan grandes que necesitaban de varios pajes para transportarlas. Hay que tener en cuenta que se servían piezas de caza enteras, así como corderos, terneras y lechones, y que se amontonaban en la misma fuente pollos, pichones, perdices, liebres, etc.
Dicho rey Enrique, con su favorito el cardenal de Wolsey y sus cortesanos, se pasaba la vida banqueteando, degenerando estos banquetes en verdaderas orgías, cantando canciones obscenas y finalizando por rodar todos debajo de las mesas.
Sin embargo, este rey introdujo en su corte la costumbre de lavarse las manos, antes y después de comer, con agua perfumada.
Oliverio Cromwell era muy sobrio en el comer y rara vez acudía a festines. Su mesa no era delicada y bebía poco vino.
Carlos II de Inglaterra quería que su mesa fuera servida con ostentación y delicadeza, pero él personalmente no apreciaba más que los grandes trozos de viandas asadas.
Brillat-Savarin hace la semblanza gastronómica de la reina Ana de Inglaterra:
«Muy golosa, no desdeñaba de cambiar impresiones con su cocinero, y los tratados de cocina ingleses integran muchos guisos denominados “a la manera de la reina Ana”».
El almirante conde de Forbin reseña de la manera siguiente el banquete con que fue obsequiado por el gobernador de Cartagena (América), que él llama «nueva España»:
«El gobernador nos obsequió con un magnífico banquete de vigilia; sería difícil el poder añadir algo a la profusión de manjares que nos fueron servidos; pero como todo estaba sazonado a la española, no nos gustó. Lo que nos dejó admirados fue la cantidad, tamaño y peso de las bandejas, vasijas y vajilla, toda de plata maciza. En Francia —añade Forbin—, cada plato se transformaba en cuatro, y aun así de los de más peso…».
El abate de Saint Romain, embajador de Francia en Lisboa, dice lo siguiente:
«Alfonso VI, rey de Portugal, es muy voraz, ansioso y poco aseado en el comer; no come, devora. Bebe vino a largos tragos, y los dos vasos de agua que ingiere al final de cada comida no impiden que esté mareado y adormilado».
El mariscal duque de Grammont embajador extraordinario del rey de Francia en Madrid, en misión de pedir la mano de la infanta María Teresa, hija de Felipe IV, para el rey Luis XIV, reseña en sus Memorias lo que hizo el día 19 de octubre de 1659: «Asistí a la misa del rey. Luego nos trasladamos al palacio del almirante de Castilla, que nos obsequió con un festín suntuoso y magnífico, al estilo español, del que ninguno pudimos comer. Conté más de setecientas fuentes y bandejas de plata de ley, todas ostentando el escudo del almirante, señal de que toda la vajilla era de su propiedad; pero como todo el contenido estaba lleno de azafrán y dorado[210], ninguno pudo catarlo, y eso que el banquete duró más de cuatro horas[211]».
El duque de Noailles dice lo siguiente tocante al primer Borbón que reinó en España: «Como al rey Don Felipe no le gustaban los guisos españoles, le proporcionaron un cocinero italiano que guisaba admirablemente al estilo de Italia. Pero poco a poco Don Felipe fue acostumbrándose al guiso español, y en 1728 comía ya todo con aceite».