Un bizcocho, un cardenal, dos cadetes y un capitán

María Mestayer de Echagüe
«Marquesa de Parabere»

Un bizcocho, un cardenal, dos cadetes y un capitán

Les voy a reseñar un bonito cuento toledano; al menos a mí cuando me lo contaron me hizo mucha gracia.

Dos cadetes de los más revoltosos de la Academia regresaban un atardecer al Alcázar cuando en una de las callejuelas se tropezaron con un mandadero que con sumo cuidado transportaba una verdadera torre fabricada con sendas tartas superpuestas, bien cubiertas de merengue y soportando un verdadero arabesco fabricado con guirlache, bien provisto todo el artefacto de frutas confitadas y cubierto con una verdadera catarata de huevos hilados…

Los cadetes quedaron admirados ante tamaña obra de arte y preguntaron de qué confitería provenía la maravilla.

—De ninguna —contestó el mandadero—; es un obsequio de las monjitas de Santa Leocadia para S. E. el señor cardenal.

Ya sabemos todos que la grey estudiantil siempre se distinguió por su osadía y desaprensión. ¡Cosas de la juventud!

—Hermano —dijeron al mandadero—, este torreón tiene demasiado guirlache; hay que aligerarlo; así que venga un trozo…

Y acto seguido arrancaron un pedazo y otro pedazo, y un dulce, y dos, y tres, y cuatro…

—¡Dios me valga! ¿Qué hacen ustedes? Si es para el señor cardenal —gritó el mandadero, mientras se defendía como podía.

Pero nuestros jóvenes no le hicieron caso, metiendo las manos hasta los puños en la obra de arte de la monjita repostera…

Cuando llegaron por fin al Alcázar, satisfechos de su hazaña, cuál fue su sobresalto al ver que el mandadero los había precedido y pedía entre sollozos, jipíos y gritos justicia para él y castigo de los culpables.

El oficial de guardia los puso ante la presencia del mandadero, y los cadetes, heroicamente, confesaron su fechoría.

El director de la Academia formó el propósito de castigarlos duramente, y acto seguido escribió una carta al cardenal, en la que, dando excusas y lamentando el caso, prometía ser implacable para los atrevidos cadetes.

Regentaba por entonces la archidiócesis, y a la par que primado de las Españas era obispo castrense, el cardenal Moreno, de santa e inolvidable memoria.

Su Eminencia era goloso, pero era mucho más benévolo que goloso; además tenía por los cadetes una verdadera debilidad: todas sus travesuras le hacían gracia.

Aquella noche en vez del postre de las monjas, recibió la carta del coronel director, y en ella la noticia de que unos cadetes le habían dejado sin postre; parecióle más sabrosa la aventura del mandadero que la tarta misma; lo comentó jocosamente y exigió inmediatamente que los autores del atraco fuesen puestos en libertad, reservándose él la penitencia que había de imponerles, y llevando su bondad hasta el extremo de enviarles, por conducto del oficial de guardia, una botella de jerez viejísimo, para que completasen el gaudeamus y no se les indigestara el dulce.

Por cierto que los cadetes se enteraron de este detalle al día siguiente, cuando fueron a postrarse ante el bondadoso cardenal a darle las gracias.

El capitán de guardia, aficionadísimo al buen mosto, olió la botella, y, pensando que los cadetes le perdonarían como el cardenal les había perdonado a ellos, se bebió, trago a trago, el oro líquido, diciendo a cada copa, y como para tranquilizar su conciencia, pues era versado en lengua italiana: «A bocato di cardenali, bevanda di vascovo».