La etiqueta de la mesa en el siglo XVI

María Mestayer de Echagüe
«Marquesa de Parabere»

La etiqueta de la mesa en el siglo XVI

No se parecía en nada a la nuestra. Primeramente hasta el siglo XIX no existía el comedor propiamente dicho.

Los burgueses, los señores y hasta los reyes comían en su antecámara. Generalmente, ese aposento era embaldosado y se adornaba con enormes aparadores de nogal o roble magníficamente tallados.

Tampoco la colocación en la mesa era como ahora; en los banquetes se colocaban los comensales sólo por un lado, dejando libre el otro para colocar las fuentes y bandejas. En cambio, la mesa familiar era de forma rectangular; el padre se sentaba en el centro y a su lado la madre y a ambos lados los hijos: los hijos en el lado del padre, las hembras junto a la madre. La mesa se cubría con un mantel blanco que había de caer casi hasta el suelo. Se ponía un plato por cada comensal; encima del plato, el cubierto, un panecillo y tapándolo todo la servilleta —ésta planchada con mucho almidón—. No se ponían vasos ni copas; cada vez que se quería beber había que pedirlo; entonces le traían vaso o copa, ya servidos, en una bandeja que se retiraba enseguida.

Se me olvidaba decir que los manteles también se planchaban con almidón para que quedaran marcados los cuadros de los dobleces; estos cuadros se hacían muy simétricos como puede comprobarse en cuadros de la época.

En Francia, lo mismo que en España (véase Montiño), se colocaban en la mesa una serie de platos que quedaban permanentes, y de los que se servía a discreción durante toda la comida; éstos eran: jamones, cabezas del jabalí, carnes fiambres, frutas variadas, etc.

En los grandes banquetes generalmente había dos mesas, una para las damas y otra para los caballeros. En tiempo de Isabel la Católica las damas y caballeros de la corte comían juntos. Su confesor la reconvino porque lo permitiera. Isabel se disculpó diciendo que así lo había visto siempre en la corte de su padre y en la de Portugal, pero que iba a enterarse bien y si ofrecía algún inconveniente esta promiscuidad, que la prohibiría…

El puesto de honor era en la cabecera de la mesa, donde se colocaba a la persona que se quería honrar. Ésta tenía ciertos privilegios: un lacayo permanente detrás de ella y cambio frecuente de platos y servilletas durante el banquete.

Antes de empezar a comer se lavaban las manos en hermosas palanganas de plata y se rezaba el Benedicite.

Las viandas eran pesadas y muy nutritivas. Primero, la sopa; después, huevos, pichones rellenos, morros, salchichas, picadillos, que Montiño llama «jigote», pollos en salsa; a continuación, carne cocida, vaca, gallina, cordero; después, los asados, que nos dejan estupefactos por la variedad —ternera, carnero, cerdo, perdices, liebres, conejos, capones, etc., etc.—, y como condimentos, aceitunas, pepinillos, alcaparras, melones, naranjas y limones.

Después del asado se servían los pescados…, y poco o nada de hortalizas.

Los postres se componían de frutas del tiempo, conservas y pasteles…

Los vinos, muy abundantes; pero resultaba muy incómodo el beberlos, ya que había que pedirlos cada vez al lacayo, el cual los presentaba ya servidos…

Una vez terminada la comida los maestresalas ofrecían mondadientes; la gente educada los tiraba, pues no era «elegante el conservados en la boca, y menos colocados detrás de la oreja».

Seguidamente volvían a traer las palanganas de plata con agua de rosas para que se lavasen las manos…

Y ahora, para solaz de mis lectores, les diré lo que no se debía de hacer en la mesa: rascarse la cabeza, sonarse con los dedos, comer a dos papos, sonarse con la servilleta, pasársela por la cara, limpiar con ella el plato… Igualmente se recomienda que se chupe los huesos con delicadeza, y cada vez que estén sucias las manos «primero limpiárselas bien con miga de pan y luego con la servilleta». Está permitido escupir en el suelo si lo que se tiene en la boca está duro o repugna. Si es sólido, se echa en la mano y luego al suelo; pero si es líquido bastará con volverse de costado (no nos sorprende que los comedores tuvieran baldosas…).

Entonces era costumbre que los hombres comieran con el sombrero puesto, y hubiera sido una inconveniencia el quitárselo, aun comiendo con el rey. Luis XIV, que siempre estaba sofocado, se paseaba con la cabeza descubierta, pero se ponía el sombrero para comer. Esta costumbre que nos choca tanto era entonces muy elegante. El duque de Luynes (siglo XVIII), tan preocupado siempre de cuestiones de etiqueta, observa que en su tiempo ya no se estilaba, pero no precisa desde cuándo.

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Se queda uno estupefacto cuando lee las cantidades tan enormes de viandas que era costumbre servir antiguamente, no solamente en banquetes, sino hasta en comidas diarias.

Esto lo decimos en similitud de comidas, pues recordamos que aún no hace tantos años que no se concebía una comida sin entremeses, sopa, cocido y dos o tres principios, amén del fiambre, queso y varios postres…

Luis XIV ha dejado una fama de tragón que ha llegado hasta nosotros.

El duque de Saint-Simon, en sus célebres Memorias, que abarcan desde fines del siglo XVII hasta mediados del siglo XVIII, comenta y no para sobre el enorme apetito de dicho rey: «Comía —dice— tan prodigiosa y sólidamente que jamás se acostumbraba uno a verlo».

Cualquiera se asustaría ante la enumeración de platos que se servían en la mesa de dicho rey (un centenar), si no se supiese que parte de ellos los consumía la servidumbre de palacio, y las sobras eran vendidas a los versalleses en unas tiendas destinadas al efecto, establecidas junto al cuartel de los guardias de corte.

Luis XIV, hasta sus últimos años —vivió hasta los setenta y ocho—, bebía casi exclusivamente vino de champagne y agua helada, y esta última en todas las comidas, así en verano como en invierno. Ya viejo bebía vino de Borgoña mezclado con agua, mitad y mitad, y solía bromear sobre ello diciendo que algunos ilustres extranjeros buen chasco se llevaban al querer compartir su bebida. No tomaba licor alguno, ni té, ni café, ni chocolate. Se desayunaba con un vaso de agua y vino y una corteza de pan, y ya viejo lo sustituyó con dos tazas de salvia. Entre las comidas y al acostarse bebía algunos vasos de agua helada aromatizada con azahar, y de vez en cuando chupaba alguna pastilla de canela.

En su senectud se volvió muy estreñido; Fagon, su médico de cámara, para contrarrestarlo, le hacía comer antes de las comidas frutas heladas, tal como melón, moras o higos, y éstos muy pasados, y como postre más fruta aún, siempre tomada con exceso, amén de una enormidad de dulces y bombones —lo cual sorprendía siempre a quien le viera comer (Luis XIV comía y cenaba siempre en público; muchas veces él solo en una mesa, y rodeado de una multitud de cortesanos y curiosos).

Fagonn no estaba conforme con este régimen, y sigue diciendo Saint-Simoil: «era de ver los visajes y muecas que hacía, sin atreverse a morigerarle, contentándose con hacer alguna que otra observación a Livry y Benoist, sus maestresalas, los cuales le contestaban que su encargo era darle de comer a gusto, y él, a purgarlo».

No probaba ni caza ni aves acuáticas, pero de todo lo demás en cantidades fabulosas, aun en días de vigilia, que practicó rigurosamente hasta la vejez. En los últimos años de su vida, solamente durante la Cuaresma y no todos los días de precepto. Cuando le hicieron la autopsia dicen que, a pesar de sus setenta y ocho años, conservaba todo el aparato digestivo en perfecto estado, con la particularidad de que sus intestinos era el doble de la largura y anchura corriente.

Murió de gangrena senil.

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Voltaire decía que una persona que hubiese comido coles y cerdo hasta saciarse no podía tener el espíritu tan despejado como el que se contentase con una pechuga de ave.

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También en España hemos tenido un rey glotón: el emperador Carlos V. Castelar, en un artículo en que relató la muerte del emperador, acaecida en Yuste[15] en 1558, escribió lo siguiente: «Tenía voraz apetito parecido a un hambre continua[16]. Este apetito les constreñía de suyo a comer muchísimo, y este comer excesivo le causaba, si no indigestiones, desarreglos en el estómago. Agréguese a esto la configuración de sus mandíbulas y la imposibilidad absoluta de masticar bien sus alimentos diarios. No se moderó gran cosa en la mesa después de su abdicación y su retiro. Apartado del mundo para satisfacer sus propensiones individuales, interrumpidas por los públicos negocios, debía darse todo entero a la más natural y más fácil de satisfacer: a la propensión por la comida y la mesa. Curábanse los suyos muchísimo de que no le faltase ninguno de los manjares preferidos. Los correos de Lisboa a Valladolid rodeaban mucho, apartándose del camino recto y ordinario, para dejarle pescado de mar en Yuste. Recibía el corregidor Placencia las órdenes más estrechas de Valladolid, a fin de que proveyese al emperador en cuanto a viandas le demandase, y con esto y con todo aún tenían mil dificultades entre sí, abocados a verdaderos litigios. Las monjas españolas, tan diestras en el arte de la confitura; los prelados, de tan provistas despensas entre nosotros; los nobles mismos, a porfía, le mandaban regalos. Perejón refiere que Valladolid le regalaba sus pasteles de anguila, Zaragoza sus terneras, Ciudad Real su caza, Gama sus perdices, Denia sus salchichas, Cádiz sus anchoas, Sevilla sus ostras, Lisboa sus lenguados, Extremadura sus aceitunas, Toledo sus mazapanes y Guadalupe cuantos guisos inventaba la fértil fantasía de sus innumerables cocineros».

Describiendo el monasterio de Yuste otro insigne escritor, Pedro Antonio de Alarcón, evoca el mismo tema: «Carlos V fue el más comilón de los emperadores habidos y por haber. Maravilla leer el ingenio, verdaderamente propio de un gran jefe de Estado Mayor militar, con que resolvía la gran cuestión de vituallas, proporcionándose en aquella soledad de Yuste los más raros y exóticos manjares. Sus cartas y las de sus servidores están llenas de instrucciones, quejas y demandas, en virtud de las cuales nunca faltaban en la despensa y cueva de aquel modesto palacio de Yuste los pescados de todos los mares, las aves más renombradas de Europa, las carnes, frutas y conservas de todo el Universo. Con decir que comía ostras frescas en el centro de España, cuando en España no había siquiera caminos carreteros, bastará para comprender las artes de que se valdría a fin de hacer llegar en buen estado a la sierra de Jaranda sus alimentos favoritos».

La cocina es digna del imperial glotón, propia de un convento de jerónimos y adecuada a los grandes fríos que reinan en aquel país durante el rigor del invierno. En torno del monumental fogón que ocupa casi la mitad de aquel vasto aposento podrían calentarse simultáneamente con holgura los sesenta servidores de Su Majestad. En cuanto a las hornillas, infundirían verdadera veneración cuando estaban en ejercicio.

Leyendo la correspondencia de la marquesa de Villars, esposa del embajador de Francia acreditado en la Corte del rey Carlos II, se comprueba que las españolas de entonces se sentaban sobre cojines de almohadones, que los braseros de plata se alimentaban de huesos de aceitunas, que a las damas les entusiasmaban los marrons glacés —de esta forma nos enteramos que en el siglo XVII los marrons glacés eran una golosina gala muy conocida—; igualmente nos enteramos que los guantes, los abanicos y las pastillas de ámbar españolas eran muy apreciados en París; que el Delfín, hijo de Luis XIV, era muy aficionado al turrón, del que le proveía el embajador; que era costumbre llevarse los dulces a casa; para ello se envolvían en papel dorado para que no manchasen los bolsillos, y que la esposa de Carlos II comía «a la francesa», mientras su esposo comía «a la española», y que ni una ni otra querían probar la cocina extraña…

Saint-Simon, embajador extraordinario de Luis XV en la Corte del rey Felipe V, dice que el besugo es un pescado divino, que llegaba fresquísimo (?) a Madrid, y debemos darle crédito, pues la marquesa de Aulnoy dice otro tanto.

Esta señora, en cambio, critica la costumbre (a la que no puede acostumbrarse) de sentarse en el suelo; habla de los dulces envueltos en papel dorado a fin de que puedan llevárselos las invitadas, critica la costumbre que tenían las damas españolas de masticar búcaros (barros) y describe unos festines fantásticos dados en el Buen Retiro, en que damas y caballeros, debidamente separados y servidos por pajes, vieron desfilar las vituallas y las bebidas a millares…