Viajes de la Corte de Francia en el siglo XVII

María Mestayer de Echagüe
«Marquesa de Parabere»

Viajes de la Corte de Francia en el siglo XVII

Parece increíble lo que Luis XIV viajó en su vida; además de las jornadas regias de Versalles, Saint-Germain, Fontainebleau, Marly, etc., todos ellos suntuosas residencias, hacía verdaderos viajes por comarcas salvajes, y cuando se contempla sus retratos, así como las suntuosidades de Versalles, y se leen las reseñas de los viajes en las Memorias y Correspondencias de la época, se queda uno pasmado al comprobar la falta de confort en que vivían todos esos personajes. Soportaban incomodidades, promiscuidades y una falta de limpieza que hoy día se haría insoportable a la gente de más modesto vivir.

Vamos a transcribir uno de esos viajes regios reseñados por mademoiselle de Montpensier en sus curiosas Memorias; pero antes, para claridad del relato, vamos a dar algunos datos.

Mademoiselle de Montpensier fue una persona destacada del siglo XVII. Prima hermana del rey Luis XIV, poseía una fortuna enorme —más de un millón de francos de renta sólo en tierras—; fue una de las heroínas de la Fronde. Esta gran princesa, conocida en la Historia por el nombre de la «Grande Mademoiselle», por orgullo rechazó a todos los soberanos de Europa, creyéndose muy superior a ellos, y como a todos nos llega el turno, a los cuarenta y dos años se enamoró locamente del conde de Lauzun, un gentilhombre segundón, por el cual cometió mil extravagancias. En el viaje que reseñamos empezaron sus amores. Acto seguido de haber consentido en su casamiento, el rey se desdijo, y después de un sinfín de aventuras y del encarcelamiento de Lauzun (del que ella le sacó haciendo donación de parte de su fortuna al duque de Maine, hijo doblemente adulterino del rey y de madame de Montespán), terminó por casarse secretamente con él. Su vida conyugal fue un infierno, un ciclón, enfrentándose como se enfrentaban dos caracteres indomables y de un orgullo inconmensurable. Desde luego que él nunca la amó. Cuenta la crónica que al final se insultaban y hasta se pegaban; en los últimos capítulos de sus Memorias, mademoiselle, desilusionada de Lauzun, arremete contra él, viéndole tal era y como todos lo habían visto siempre, menos ella, cegada por su loco amor.

Y ahora que hemos dado unos datos sobre quién era la «Grande Mademoiselle», daremos algunos otros sobre los demás personajes para comprensión de nuestros lectores.

El rey Luis XIV de Francia se casó con la infanta María Teresa, hija de Felipe IV. Esta princesa, modelo de esposas, hubo de soportar muchos sinsabores en su matrimonio. Luis XIV[71] era el ser más egoísta de la creación, y a fuerza de adularlo y endiosarlo se creía que todo le estaba permitido, y hacía convivir a la reina con sus queridas. En este viaje iban en su misma carroza dos queridas: madame de la Vallière, en su ocaso, y madame de Montespán, en sus comienzos; ésta última había de rodearse de más misterio, pues estaba casada, y jamás su marido se conformó en ser lo que querían que fuese. Después de grandes escándalos y de buenas palizas a la marquesa, tuvo que ser sacado a la fuerza de palacio y fue desterrado después del escándalo más enorme que puede darse. El marqués de Montespán se vistió e hizo vestir de luto a su hijo y servidumbre. En una carroza enlutada, acompañado de lacayos, se presentó en el Cours a la hora del paseo; para mayor escarnio había hecho bordar en plata cuernos diseminados en las libreas y adornos de la carroza. Mis lectores comprenderán la cólera del rey pero lo chusco es que muchos de sus contemporáneos le criticaron el proceder, no tanto por lo escandaloso, sino considerando que el rey le hacía un honor haciéndole cornudo.

Digamos también que Luis XIV era entusiasta de la guerra, del ejército y sus desfiles. Así que siempre que iba en campaña —en aquel entonces sólo se hacía la guerra en verano— arrastraba tras sí a toda su Corte, y cuando se rendía una plaza llevaba a la reina y a las damas a que admirasen su heroicidad; fuera de bromas, era muy valiente y hasta arriesgado[72].

* * *

«Llegamos —dice mademoiselle— de noche a un villorrio en el que acampaba todo el ejército; nos cobijamos en una granja que estaba tapizada (es decir, puesta en condiciones por los tapiceros de la reina). La reina se puso a jugar a las cartas. Todo el mundo jugó toda la noche. Yo, como no me gusta jugar, me dormí sentada en una silla, apoyada la cabeza en una viga de la granja. La reina durmió en la carroza de viaje del rey. Emprendimos la marcha al alba; yo me volví a dormir en la carroza[73]. El rey y madame de Montespán, por broma, al pasar por el puente de Orchies empezaron a gritar: “¡Que volcamos!”. Me desperté sobresaltada.

»Al amanecer llegamos a Tournay, no había nadie en la Catedral oímos misa donde pudimos. Vinieron los canónigos y cantaron un Tedeum. A continuación nos dirigimos a la abadía de Saint-Victor, donde estaba dispuesto el almuerzo. La reina no quiso comer. Las damas la imitaron. El rey se molestó. Comí con él. Al ver eso entraron algunas damas y comieron con nosotros. A continuación nos fuimos a nuestros alojamientos. El mío estaba en el palacio del obispo. Me dijeron que hacía pocos días el obispo había muerto. Hice investigaciones para saber en qué habitación había fallecido. Por fin di con una antigua sirvienta que me lo dijo: soy muy miedosa. Después de dormir varias horas fui a comer con la reina.

»Después de estar en Tournay tres días el rey me dijo: “Los cocineros de la reina los he enviado a Douai para que nos hagan la cena; sus cocineros están aquí, denos usted de comer en Orchies”. Era día de vigilia. No había pescado. Le contesté: “Lo haré complacida, pero la reina comerá mal”. “No importa”, me contestó el rey. Nos marchamos a Douai a las seis de la mañana y di de comer a la reina en Orchies, mejor de lo que podía penar. Nos acercamos a Lille, que estaba sitiado (10 de agosto de 1667). Le entregaron una carta a la reina, yo me había retirado temprano, pues tenía una gran jaqueca que me duró toda la noche y me levanté solamente a la tarde para cenar con la reina. La reina jugaba a las cartas en bata. No me dijo nada. Cenamos.

»Marchamos de San Quintín a las siete de la mañana con un tiempo malísimo. Se comió muy mal, era sábado[74], no se encontró pescado[75], ni tan siquiera huevos ni mantequilla fresca; el pan no estaba bien cocido, pero a pesar de todo estuvimos alegres y de buen humor. Los caminos eran de pavor (epouvantables), llenos de caballos muertos, de mulas que se habían caído en el lodo perdiendo su carga; los carros, atascados; en fin, cuanto desorden puede proporcionar el mal tiempo a los equipajes. Lo que me desesperaba era que monsieur de Lauzun escoltaba la carroza real a caballo y se mojaba. Al final de la jornada el rey se quejó del mal estado del camino y del tiempo, que se le hacía largo.

»A la una de la madrugada llegamos a Landrecies Roncherolles vino y nos dijo que con motivo de las lluvias el río había crecido tanto que era peligroso pasarlo a vado, que Bouligneux por poco se ahoga y que había tenido que subir encima de su carroza. No teníamos antorchas (¡qué confort!). Por fin se encontraron dos o tres. El rey montó a caballo. Como temía mucho al agua empecé a chillar. La reina la temía tanto como yo. La reina estaba muy inquieta por sus camareras y yo también por las mías, por ellas y por mis joyas, que venían con ellas. En fin, armamos tal barullo que enternecimos al rey. Cuando nos convencimos que no podíamos pasar, volvimos para atrás; había una casucha en un prado; se apeó la reina alumbrada con una vela. Nos metimos en la casa. Ésta se componía de dos cuartos; madame de Béthune alumbraba y ayudaba a la reina, Yo le llevaba la cola (¡Sí que era cómodo viajar en traje de Corte!) y me iba metiendo en agujeros hasta la rodilla (el suelo era de tierra). La reina me decía: “Prima mía, me estiráis”. Yo le contestaba: “Señora, me he, caído en un agujero, aguardad que salga”. Estaba muy mojada y se me secó la ropa encima. La reina estaba de mal humor (¡Se concibe!). El rey dijo: “No nos queda más que esperar a que sea de día y reposar en las carrozas”. Se desengancharon los caballos; yo hice poner en la mía los almohadones de las otras. Me puse una cofia de dormir y mi bata encima de mi traje; hice que me aflojaran el corsé. Pero no pude dormir, pues los que iban llegando armaban un barullo horrible.

»Oí la voz de Monsieur[76]; envié a preguntar dónde estaba. Me dijeron que estaba en su carroza con Madame y madame de Thianges y que fuera a reunirme con ellos. Me transportaron a brazo… (Omitimos la conversación que molestó a mademoiselle, pues criticaron a su querido Lauzun). Me aburrí y me volví a mi carroza. Me avisaron que fuera a la casucha, que los reyes iban a comer. Todos estábamos muertos de hambre. Me transportaron en brazos, pues era tal el barro que no se podía transitar si no se llevaban botas de montar. Hallé a la reina lloriqueando, diciendo que si no dormía seguro enfermaría y que ¡vaya placer el de tales viajes! (No le faltaba razón). El rey le decía: “Ya han traído colchones[77] y Romecourt os ha traído su lecho, que está nuevo, para que reposéis en él[78]”. Ella exclamaba: “¡Dormir así, todos juntos!”. El rey replicaba: “¡Qué! ¿Tumbarse vestidos encima de los colchones está mal? A mí no me lo parece. Pregúnteselo a mi prima; se puede uno fiar de lo que diga”. Yo no encontré nada que decir en que diez o doce mujeres durmiéramos en la misma habitación que el rey y Monsieur. En vista de ello la reina consintió.

»El rey salió para dar órdenes; trajeron de comer. Esa comida venía de Landrecies: había una sopa sin carne. La reina dijo que tenía mal aspecto y que no la quería. Estaba tan fría que de haber sido hecha con buen caldo se hubiera cuajado. El rey ordenó que todos los presentes comiéramos con él. Monsieur, Madame y yo la absorbimos con avidez de tanta hambre como teníamos. Cuando terminamos, la reina dijo: “Yo también quería y os lo habéis comido todo”. Y se enfadó un poco. No podíamos contener la risa. Trajeron una fuente de viandas asadas de pésimo aspecto y tan duras que para partir un pollo había que ponerse a dos tirando cada uno de una pata (¿Y los tenedores?, ¿y los cuchillos?). Toda la comida fue a ese tenor. Después pasamos a la segunda habitación, donde habían encendido la chimenea. La reina se tendió en la cama y el rey la dijo: “No corráis la cortina y nos veréis a todos”. En la habitación, tendidos en los colchones, estábamos pegados unos a otros, por falta de espacio, además de la reina y yo, el rey, Monsieur, Madame, madame de La Vallière, madame de Montespán[79], la duquesa de Crequi, etc. El rey y Monsieur se pusieron las batas encima de sus trajes y sus gorros de dormir, además teníamos algunas mantas. En la segunda habitación estaban los gentileshombres del rey y monsieur de Lauzun. A cada paso venían a tomar órdenes (de Lauzun). Una de las veces el oficial, como tenía que pasar por encima de nosotros, enganchó su espuela en la cofia de madame de La Vallière. Entonces el rey dijo: “Haga un boquete en el cuarto de al lado para que pueda dar sus órdenes sin tener que pasar por aquí…”.

Creo que mis lectores se habrán quedado admirados de viaje tan seductor. Hoy día, que estamos acostumbrados a los viajes rápidos y confortables, nos parece increíble que pudieran, por gusto, emprender tales caminatas. Y éste es uno de los mejores, pues hay otros por los Vosgos y la Selva Negra que dejan chiquito al que relatamos, pero no resultan tan pintorescos ni se mencionan comidas tan suculentas…

* * *

En ocasión del casamiento de Luis XIV con la infanta María Teresa, hija de Felipe IV; las dos Cortes se trasladaron la de Francia a San Juan de Luz y el rey de España a San Sebastián. Es curioso ver las impresiones de mademoiselle de Montpensier sobre los españoles:

«Fui a Fuenterrabía, acompañada de varias damas de la Corte, a fin de asistir de incógnito al casamiento por poder de nuestro rey con la infanta.

»Fui colocada en la iglesia por el maestro de ceremonias.

»Vino el rey (Felipe IV); delante de él venían unos guardias que se colocaron en la parte baja de la iglesia. El obispo de Pamplona precedía al rey, acompañado de todo el clero y vestido de pontifical. El rey tenía un traje de color gris bordado en plata; un diamante sujetaba el borde de su sombrero, de donde pendía una perla en forma de pera; son dos joyas de la corona, de una gran belleza.

»Entramos en una primera cámara, donde había muchos franceses, y luego en otra, donde comía el rey en una pequeña mesa. Un gentilhombre de cámara le servía y los lacayos traían las viandas. Su médico de cámara estaba apoyado en la pared; y del otro lado, el duque de Medina de las Torres y también otros grandes y el patriarca de las Indias. Todos los franceses estaban en medio de la cámara, muy alejados; a mí me colocaron también en la pared. El rey me miró mucho; comía cucharadas de granada desgranada y comía muy lentamente».