Los gastrónomos franceses de mediados del siglo XIX

María Mestayer de Echagüe
«Marquesa de Parabere»

Los gastrónomos franceses de mediados del siglo XIX

Los más famosos y cuyos nombres han llegado a nosotros son pocos, relativamente: Néstor Roqueplan, Veron, Roger de Beauvoir, Vieill-Castel, Rousseau y… Alejandro Dumas.

Los que eran ricos o ganaban mucho se hicieron gastrónomos; los que no podían ser gastrónomos, gourmets, y los que ganaban esporádicamente se volvieron vividores.

Veron, a lo primero fue cliente asiduo del café de París; cuando acrecentó su fortuna se dedicó a recibir en su mesa, cobrando fama de gran anfitrión.

Rousseau, Vieil-Castel y Roger de Beauvoir comían en el Café Inglés, en la Maison d’Or, en casa de Vacheitte, en Grignon, etc., y los restantes donde podían, siendo éstos más bebedores que comilones. En lo que coincidían todos era en la simpatía, y en que fueron los fundadores de la sociedad parisina desde 1830 a 1850, dejando curiosos recuerdos y algunas buenas anécdotas; reseñaremos las siguientes:

En una tertulia de aristócratas y artistas el vizconde Vieil-Castel, hermano del conde Horacio de Vieil-Castel, tal vez uno de los mejores gourmets que Francia haya conocido, y ¡Dios sabe si son legión!, apostó que «un hombre podía él solo comer una comida que costara 500 francos».

Hoy día estos 500 francos habría que multiplicados por varios miles de francos, al curso normal de la moneda, para que pudiéramos juzgar la cuantía de la apuesta y transportarnos en mente a la época en que tuvo lugar; de todas maneras el total debió parecerles exorbitante para que la anécdota haya llegado hasta nosotros y fuera tan comentada.

Al escuchar al vizconde todos se admiraron y la exclamación unánime fue: «¡Imposible!».

—Está entendido —dijo el vizconde— que al decir comida va incluída la bebida.

—¡Desde luego! —contestaron los contertulios.

—Yo me refiero, desde luego, a un individuo que no sea un carretero[191]; y sigo afirmando que un gourmet discípulo de Monton o de Courchamps puede él solito comerse una comida de 500 francos.

—Usted, por ejemplo…

—Yo u otro.

—¿Usted querría?

—Desde luego…

—Acepto el reto —exclamó uno de los presentes—. Fíjenos las condiciones.

—Nada más sencillo, como en el café París, dispongo un cubierto según me parece hasta que haya gastado 500 francos.

—¿Sin dejar sobras en platos ni fuentes?

—Perdón, dejaré los huesos.

—Es justo. ¿Y cuándo tendrá lugar la apuesta?

—Mañana mismo, si les parece.

—¿Entonces mañana no almorzará? —preguntó un curioso.

—Sí, por cierto; almorzaré como de costumbre.

—Bueno —dijeron todos—, hasta mañana, a las siete, en el café de París.

Pero la comida hubo de retrasarse. Habiendo exigido el vizconde frutas exóticas, hortalizas tempranas y caza que estaba en veda, el maître d’hôtel exigió, a su vez, una semana para prepararlo todo.

Llegó por fin el día señalado para la famosa comida. El vizconde hizo su presentación a las siete en punto, saludó a sus amigos y se sentó a la mesa. A ambos lados, pero en mesas separadas se colocaron los árbitros. Al vizconde se le concedían dos horas para comer, pudiendo conversar o permanecer callado, a su placer.

Los presentes ignoraban la composición del menú, pues el vizconde había querido que fuese una sorpresa.

Ya instalado, le trajeron doce docenas de ostras y media botella Johannisberg.

El vizconde tenía apetito; volvió a pedir otras doce docenas de ostras y otra media botella del mismo vino.

A continuación le trajeron una sopa de nido de golondrinas.

—Señores —exclamó de pronto el vizconde—, estoy tan en forma que quisiera pasarme un capricho.

—Hágalo.

—Adoro el bistec con patatas; mozo, tráigame uno.

El camarero miraba indeciso al vizconde.

—¿Qué pasa? —dijo éste.

—Señor, creía que el señor vizconde había hecho ya su menú.

—En efecto; pero esto será un extra que abonaré yo.

Los árbitros se miraron unos a otros. Trajeron un suculento bistec con patatas que el vizconde devoró vorazmente.

—Ahora tráigame el pescado.

Trajeron el pescado.

—Amigos míos —dijo el vizconde, este pescado es una ferra del lago de Ginebra, que sólo se cría allí, pero que se puede conseguir en París. Para esto basta transportarla viva en agua del lago de Ginebra. Esta mañana la he visto viva, os lo recomiendo, es delicioso.

Breves minutos después no quedaba en el plato más que la raspa.

—¡El faisán! —ordenó el vizconde.

Trajeron un faisán bien repleto de trufas y a la vez una botella de vino de Burdeos.

En un periquete desapareció el faisán y dio fin al vino.

—Señor —le dijo el camarero, creo que se ha equivocado, pues ha pedido el faisán antes que el salmis de hortelanos.

—Tiene usted razón. Pero como no me he comprometido a comer las viandas en un orden establecido, da lo mismo. Por lo tanto, tráigame el salmis.

Trajeron diez hortelanos, que se comió en diez bocados.

—Amigos míos —dijo entonces el vizconde—, como veis mi comida es sencillísima. Ahora unos espárragos y un plato de guisantes, y, para terminar, fresas y piña. Esto merece que me beba media botella de vino de Constancia y otra media botella de vino de Jerez de vuelta de la India[192], y para terminar, café y licores.

—Señores, ¿cumplí mi palabra?

Los árbitros así lo atestiguaron.

Trajeron la factura; después de haberla echado un vistazo el vizconde se la entregó a los árbitros, diciendo: «He aquí la nota».

Hela aquí reproducida:

  • Ostras de Ostende, 24 docenas: 30,00
  • Sopa de nido de golondrina: 150,00
  • Bistec con patatas: 2,00
  • Ferra del lago de Ginebra: 40,00
  • Faisán trufado: 40,00
  • Salmis de hortelanos: 50,00
  • Espárragos: 15,00
  • Guisantes: 12,00
  • Piña: 24,00
  • Fresas: 20,00
  • VINOS
  • Johannisberg, una botella: 24,00
  • Burdeos, dos botellas: 50,00
  • Constancia, media botella: 40,00
  • Jerez «de vuelta de la India»: 50,00
  • Café y licores: 1,50

TOTAL: 548,50

Se entregó esta nota al que había aceptado la apuesta con el vizconde, que comía en otra mesa.

Se apresuró a presentarse, y sacando seis billetes de mil pesetas se los entregó al vizconde, diciendo:

—He aquí la posta.

—¡Oh!, querido, no corría prisa —pero siguió diciendo el vizconde—: ¿Tal vez quiere su revancha?

—¿Me la daría?

—Sin duda alguna.

—¿Cuándo?

—Ahora mismo.

El cronista, por desgracia, no nos dice si fue aceptada.

* * *

Ya en su ocaso, Alejandro Dumas decía con melancolía: «Todos mis alegres amigos, mis compañeros de cena, iban dejándome; tan sólo quedábamos Janin y yo; los demás habían desaparecido: Roger de Bleauvoir, fallecido; Mery, fallecido; Vieil-Castel, fallecido; De Vigny, fallecido…

»El mantel de nuestros regocijantes ágapes habíase trocado en un triste sudario.

»Nuestras alegres cenas fueron decayendo, y hacia 1844 me entró un gran remordimiento de dejar fenecer esas reuniones, donde derrochábamos tanto ingenio y buen humor.

»Yo tenía por amigos a todas las personalidades de la época; organicé una mesa de quince comensales y les invité a cenar en mi casa todos los miércoles a las doce de la noche; únicamente les puse por condición que cuando no pudieran acudir me lo avisaran dos o tres días antes, a fin de poderlos reemplazar.

»¿Por qué escogí cena en vez de comida?

»Pues lo primero y principal que, perteneciendo al teatro muchos de mis amigos, no podían acudir antes, y la segunda por una observación que tengo hecha: que la cena tardía constituye un compás de espera entre los negocios y preocupaciones que nos han asaltado ese día y los probables de mañana; por tanto, reporta un reposo agradable, ya que lo que no se haya hecho antes de medianoche no suele poderse hacer después…

»Mis cenas componíanse invariablemente de una torta o pastel relleno con liebre o perdiz, un pescado, un asado y una ensalada…

»En aquella época solía cazar —siempre fue mi afición dominante—, y las perdices, liebre y conejos que cazaba servían para rellenar las tortas (pâtés) que Julien[193] me confeccionaba con un arte nunca superado.

»Había yo inventado una salsa hecha a base de aceite a propósito para el pescado que obtenía siempre un gran éxito.

»Duval[194] me proporcionaba el rosbif, que constituía siempre una pieza gigantesca.

»En fin, era yo el que sazonaba la ensalada, y llegó a gustarles tanto que uno de los más asiduos, Ronconi, cuando no podía acudir enviaba a buscar su porción de ensalada, y hacía que se la llevaran bien cobijada bajo un enorme paraguas para que no cayera sobre ella ningún cuerpo extraño».