Brillat-Savarin

María Mestayer de Echagüe
«Marquesa de Parabere»

Brillat-Savarin

Brillat-Savarin, autor de la Phisiologie du Goût, nació en Bellay (Francia), el 1 de abril de 1755[156]; procedía de una familia de magistrados[157]. Era lo que llamaban entonces un «filósofo» (equivalente a «intelectual»), conociendo a fondo todos los clásicos de la antigüedad.

Era muy aficionado a la caza, y no digamos al yantar y beber. Fue diputado de los Etats-Généraux y luego de la Asamblea Constituyente, señalándose por su moderación y mostrándose muy receloso tocante a las reformas que exigía el pueblo. Combatió la institución del Jurado y votó contra la abolición de la pena de muerte. Su actuación mereció los sufragios de sus electores, y a la terminación de su mandato fue ascendido a presidente del Tribunal civil del departamento del Ain y poco después fue nombrado magistrado del Supremo, dando en todo pruebas de rectitud y honradez. En 1792 la Revolución, que estaba en su apogeo, le destituyó del cargo; como protesta, sus conciudadanos le eligieron alcalde, pero fue denunciado al tribunal revolucionario y tuvo que huir para no ser detenido [158]. Se refugió primero en Suiza y luego emigró a América, fijando su residencia en Nueva York.

Para subsistir dio clases de francés y formó parte de la orquesta de un teatro. Por su carácter amable y simpático se creó buenas amistades y soportó con gran filosofía la vida precaria que le ocasionara la revolución.

Permaneció en América por espacio del tres años; en cuanto pudo regresó a Francia, desembarcando en El Havre en septiembre de 1796.

Durante su ausencia fue incluído en la lista de emigrados y sus bienes confiscados y vendidos[159] como bienes nacionales. El Directorio no le restituyó su excelente viña de Machura —nunca se consoló de su pérdida—, pero le dio cargos: le nombró secretario de los Estados Mayores de los ejércitos franceses en Alemania; a continuación, comisario del Gobierno del Tribunal de Seine et Oise, y posteriormente le volvieron a nombrar magistrado del Supremo, desempeñando este cargo hasta su muerte. Falleció de pulmonía el 21 de enero de 1826…

Músico distinguido, hombre muy culto, comensal ameno, fue lo que vale más: un hombre íntegro, sencillo y bueno.

Brillat-Savarin juzgado por Carême[160]

M. Brillat-Savarin jamás supo comer. Le gustaban los platos fuertes y vulgares y con vista a llenarse tan sólo el estómago, textualmente. M. de Savarin era un voraz; hablaba muy poco; a mi parecer, no tenía facilidad de palabra. Al final de la comida estaba abotargado; yo le he visto dormirse, y esto muchas veces.

Juzgado por Alejandro Dumas (padre[161]) Brillat-Savarin no era ni un gourmet ni un buen gastrónomo, sencillamente un gran comilón. (Alejandro Dumas dice: un vigoreux mangeur, o como decimos gráficamente los vascos, un triposo). Era amigo íntimo de madame Recamier [162], de mucha estatura, de aspecto vulgar, de andar pesado, siempre vestido con diez años de retraso en la moda le llamaban el «Tambor Mayor del Tribunal de Casación».

«De repente, doce años después de su muerte, nos encontramos con la herencia del más encantador de los libros de gastronomía que pueden ser soñados».

En Alejandro Dumas notamos una gran animosidad en contra de Brillat-Savarin. A mí me parece que en ella se percibe la envidia, ya que su tan querido Diccionario de la cocina, desde el principio hasta el fin, es un libro pesado, lleno de plagios (en cambio su conversación era fuegos artificiales).

El balance culinario de Brillat-Savarin

Brillat-Savarin, autor de la Fisiología del gusto, merece la fama que a través de los años ha ido cobrando. Seguramente que habrá pocos libros tan divulgados como el suyo, del que se han hecho múltiples ediciones, tanto de lujo como vulgares, y, sin embargo, es uno de los libros menos comprendidos, ya que Brillat-Savarin se defendió de haber escrito un tratado de cocina. Y, sin embargo, es lo que el vulgo cree. Generalmente se le exalta como un Carême amateur[163], como el autor del más célebre compendio de recetas culinarias; no hay un autor culinario que no lo mencione y la Gastronomía se coloca bajo su patronato…

Y, en resumen, ¿cuál fue la obra de Brillat-Savarin? O más escuetamente aún, ¿qué libro pretendió escribir? Él mismo lo declara rotundamente en el prefacio. «Considerando —dice— el placer de la mesa bajo todos sus aspectos, me he convencido en seguida que se podía hacer con estos elementos una cosa mejor que libros de cocina».

La declaración no deja lugar a dudas. La Fisiología del gusto no es un libro de cocina.

Efectivamente, léase la obra capítulo por capítulo y recetas propiamente de cocina se hallarán dos o tres: la «tortilla del pároco», la «tortilla de atún», la «almohada de la Bella Aurora», y todas inaplicables. Brillat-Savarin, pese a su fama, no ha aportado ningún plato nuevo a la cocina propiamente dicho, y la estatua que le levantaron sus conciudadanos en la plaza de Belley glorifica al delicioso autor de un libro único en su género, pero nunca a un gran cocinero.

Brillat-Savarin fue más que nada un jurídico, un magistrado de carrera que para llenar sus ocios se puso a traducir a Horacio, como lo hubiera hecho cualquier latinista. Hombre de carácter alegre, de miembros atléticos, dotado de un apetito enorme, dio gran preferencia a los placeres de la mesa, pero sin caer nunca en la grosería. Conocedor extenso y profundo de los clásicos, célibe impenitente, pero adorador siempre del bello sexo, había conservado la urbanidad del antiguo régimen, ligeramente infectado de burguesía, inherente al reinado de Luis Felipe. Era además muy aficionado a entonar con el vaso en la mano canciones jocosas al final de los banquetes (costumbre muy francesa, completamente caída en desuso y que tan sólo perduró en el bajo pueblo).

Brillat-Savarin era, por encima de todo, un sibarita; si no lo confesó lo demuestra en toda su obra; se enorgullece de ser filósofo, médico, físico, químico, historiador y hasta higienista (pero esto sin darse cuenta).

En efecto, todo ello lo era poco más o menos: había leído mucho, había retenido lo leído y resultó un «sabio» como eran los de su época.

La ciencia no había planteado ni resuelto los problemas de hoy y una pequeña erudición bastaba para aureolar de sabia a cualquiera; tanto más si se poseía[164] facilidad de palabra, y con más razón si se poseía buena gramática y buen estilo (de estas dos últimas da buenas pruebas su libro).

El título de escritor de derecho lo posee Brillat-Savarin, pero no busquemos en sus «meditaciones» ni gran exactitud ni verdadera profundidad; bien es verdad que él no se remonta a lo alto ni sus objetivos tampoco lo requieren. Tan sólo se puede citar su breve artículo sobre la muerte, extraño en el conjunto del libro…

Pero batahola de artículos y atrevidos aforismos forma el conjunto de la célebre Fisiología del gusto.

Esta obra debe su celebridad en Francia porque es su fiel reflejo, reúne los defectos y cualidades de los franceses, estilo ameno, filosofía fácil[165], anécdotas picantes (muy picantes a veces); todo ello repartido por la obra. Los franceses[166], agradecidos, han consagrado como un alarde lo que fue tan sólo el solaz de un hombre «corrido», como diríamos ahora, o rouet, como decíase entonces, amable con las damas, célibe por convicción, seguramente egoísta. Murió en edad avanzada, al cumplir con un deber que le fue impuesto.

El 18 de enero Brillat-Savarin, que era magistrado, recibió un oficio apremiante del presidente del Supremo, M. de Seze, conminándole para que asistiera al sufragio por la muerte del rey Luis XVI, terminando como sigue:

«Vuestra presencia, mi querido colega, será tanto más apreciada cuando será también la primera vez que asista…».

Brillat-Savarin acudió y contrajo la pulmonía que le llevó al sepulcro. Fue un día aciago (hacía un frío terrible), pues de resultas de enfriamientos contraídos ese día en Sain-Denis fallecieron dos magistrados más: Roberto de Saint-Vincent y el abogado general (fiscal del Supremo), Marchanzy; todos convocados por orden.

Savarin no pudo darse cuenta de su «gloria», pues la primera edición de la Fisiología del gusto, se publicó sin nombre de autor, y menos que su nombre perduraría y sería ensalzado por la posteridad. La «cocina de Savarin» es pura leyenda, sus tres o cuatro fórmulas son incoherentes —he querido experimentar su famosa «tortilla del párroco» y es inaplicable—. El gran cocinero Phyleas Gilbert se empeñó en ponerlas en práctica y hubo de transformarlas. La célebre receta L’Oreiller de la belle Aurore no hay quien la resuelva ateniéndose a sus explicaciones, pero su libro entretiene.

Sus teorías sobre ciencia resultan anticuadas, son del siglo XVIII. Algunos axiomas ingeniosos hacen que citemos a Brillat-Savarin, adjudicándole los nuestros cuando así nos conviene para que valgan.

Resumiendo: el libro de Brillat-Savarin, siendo pocos los que le han leído, muchos lo citan, y pocos, muy pocos, los que saben que Brillat-Savarin, excelente gastrónomo, nunca supo guisar.

Glosa sobre algunos preceptos de Brillat-Savarin

Él a sus glosas las llama «Meditaciones»; yo no seré menos y vaya meditar sobre sus preceptos más sabrosos, ya que siendo de Brillat-Savarin son siempre sabrosos:

1.o «Que el número de comensales de una comida no sobrepase de doce».

Tiene su explicación: se ha comprobado que siendo doce (o menos), un comensal colocado en la punta opuesta de una mesa se le oía desde la otra punta sin que tuviera que elevar la voz. Eso resulta muy agradable, pues facilita la conversación general y poder enterarse de lo que dice el más interesante. Siendo muchos, se ha de resignar cada uno con la conversación de los vecinos, por parva e insulsa que sea. Al intervenir en la conversación no se debe acaparar la atención del auditorio si no es por breves instantes. Es mucho más difícil «saber escuchar» que discursear, y se debe pensar siempre que cada cual no es interesante nada más que para uno mismo. El «ocurrente» suele ser un poco temible en comidas limitadas; en cambio, presenta serias ventajas cuando el anfitrión teme que pueda languidecer la conversación, y más aún si se producen esos «silencios» tan difíciles de cortar. Esos «silencios» se producen cuando los comensales no se conocen, por lo cual se ha de tener mucho cuidado para aparejar los invitados, cuidando de que tengan gustos similares, aficiones idénticas y amigos comunes.

Otra ventaja el limitar a doce los comensales: se descarta así el fatídico número trece. Pues aun cuando se invite con anticipación siempre fallará alguno al final, y que no se diga, que el número trece es una superstición olvidada. Nada de eso. Las supersticiones perduran. El inmortal Grimod de la Reynière no creía en el fatídico trece y su aforismo era que «temía comer trece en una mesa cuando tan sólo había comida para doce»; pero, así y todo, recomienda se proceda por todos los medios a no sentar trece en la mesa, en consideración a los demás.

2.o «Que el comedor esté iluminado con lujo».

Téngase siempre presente que estos preceptos datan de hace siglo y medio. Que en aquel entonces las bujías eran artículo de lujo y que él se refería a la multiplicación de éstas. Una araña colgada en el techo y dos candelabros con cuatro bujías cada uno era el colmo de la ostentación y despilfarro. Si Brillat-Savarin viviera ahora recomendaría «luz tamizada» e «indirecta».

3.o «Que el cubierto sea de una irreprochable limpieza».

¡Nos deja bobos! Yo creo que aquí hay una equivocación de traducción. La palabra propreté, que traducida al castellano es «limpieza», no es lo que quiere indicar Brillat-Savarin. Debe querer decir «apropiado», es decir, elegante, lujoso, pues nos cuesta creer que en Francia hubiera que indicar a las amas de casa que era preciso que vasos, platos y cubiertos estuvieran limpios cuando invitaban a comer (y sin invitar).