Talleyrand

María Mestayer de Echagüe
«Marquesa de Parabere»

Talleyrand

El príncipe de Talleyrand es una de las personalidades que más han llenado su época. Como este libro es esencialmente gastronómico no voy a juzgarlo ni como obispo de Aurun, ni como revolucionario, ni como ministro de Asuntos Exteriores durante el Imperio, ni tampoco como representante del rey Luis XVIII en el famoso Congreso de Viena.

Me limitaré a presentarlo como un bienhechor de la coquinaria, que tuvo talento para escoger a sus colaboradores y lo que es más necesario aún: dinero en abundancia para pagarlos y dejarlos gastar libremente.

Todo esto hoy no sería posible; nuestros mezquinos presupuestos no nos lo permitirían, aparte de que nuestra vida vertiginosa no se aviene a que permanezcamos a diario durante varias horas a la mesa, e indudablemente que se ha achicado el estómago.

Talleyrand, a fin de montar dignamente su casa, puso al frente de ella a Bouché[133], antiguo maître d’hôtel del príncipe de Condé, que siempre fue nombrado por la suculencia y exquisitez de su mesa.

Tomó a Carême como jefe de cocina, y a nadie extrañará que, regentada por esas dos eminencias, la mesa de Talleyrand fuera una exquisitez, que sus banquetes se hicieran célebres y que todos se afanaran por imitarlos[134].

Napoleón opinaba que a menudo se hacía mejor diplomacia comiendo que en la mesa de un despacho, y es tanto más sorprendente que opinara así cuando él ni tenía paladar ni concedía más de quince minutos a la comida.

Talleyrand tenía puesta toda su confianza en Bouché, dejándole gastar libremente y poniendo su visto bueno a cuanto disponía. Bouché murió a su servicio habiendo debutado en casa de la princesa de Lamballe[135].

Carême dedico a Bouché su Patissier Royale, su mejor libro.

Sobre la mesa de Talleyrand se ha fantaseado mucho y exagerado otro tanto.

Talleyrand fue de los primeros en adoptar y comprender que una cocina sana y meditada fortifica el cuerpo, inmunizándole para que no contraiga graves enfermedades. Efectivamente, la excelente salud de que gozó durante los cuarenta últimos años de su vida basta para atestiguarlo.

Cuanto en Europa hubo de personalidades ilustres: políticos, sabios, conquistadores, artistas, poetas, príncipes y diplomáticos se sentaron a su mesa y no hubo uno que no saliera encantado de su suntuosa hospitalidad.

La Revolución, nivelando, había hecho desaparecer los grandes anfitriones del régimen derrocado. Talleyrand restableció la tradición, y gracias a él Francia recobró su gran fama de fastuosa hospitalidad.

Talleyrand a los ochenta años, conferenciaba aún diariamente con su cocinero sobre los platos que habían de servirle en la comida; era la única que hacía, pues tan sólo tomaba al levantarse dos o tres tazas de manzanilla.

Todos los años iba a tomar las aguas al balneario de Bourbon l’Archambault; éstas le sentaban muy bien; a continuación se trasladaba a su magnífico castillo de Valençay[136], por donde desfiló lo más distinguido de Europa.

En París, el príncipe cenaba a las ocho, y en el campo, a las cinco de la tarde. Cuando lo permitía el tiempo, paseaba después de comer; a continuación jugaba unas partidas de whist; después se retiraba a su despacho y los novatos creían que allí meditaba sobre graves asuntos políticos, pero los de casa decían sencillamente: «Monseñor está durmiendo».

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El echar queso parmesano en la sopa y beber vino de Madera seco después fueron dos innovaciones debidas a Talleyrand.