Napoleón I y la gastronomía

María Mestayer de Echagüe
«Marquesa de Parabere»

Napoleón I y la gastronomía

Napoleón I, personalmente, daba poca importancia a la comida; se nutría sencillamente. Pero como su genio abarcaba mucho, bien pronto se percató de que el dar de comer podía ser un factor importante para su política, y se volvió el propulsor de la gastronomía en Francia. Para esto ordenó que los grandes personajes del Imperio tuvieran a diario «mesa puesta», y que ésta fuera abundante, ostentosa, selecta. Y, consecuente con su política, les dijo: «Tened buena mesa, gastad cuanto sea necesario, no temáis contraer deudas, que yo las pagaré». Y Murat, su cuñado; Junot, gobernador de París; Cambacérès, archicanciller del Imperio, y Talleyrand, ministro de Asuntos Exteriores, emprendieron una carrera loca, contratando los mejores cocineros y mayordomos del antiguo régimen, estableciendo entre ellos un pugilato sobre quién lo haría mejor a fin de complacer al emperador.

En efecto, las deudas eran grandes, sobre todo las contraídas por Murat y Junot, y él las pagaba.

Napoleón jamás fue un gourmet ni un ansioso, pero seguramente lo que más le retuvo fue lo convencido que estaba de que a los treinta y cinco años se volvería obeso.

—Mire —solía decirle a Bourrienne— cuán sobrio y esbelto soy; pues bien, nadie me quitará de la cabeza que con el tiempo me haré comilón y engordaré mucho; preveo que mi constitución cambiará, a pesar de que hago mucho ejercicio; ¿qué quiere usted? Es presentimiento en mí, y estoy seguro de que así será.

La gastronomía no debe a Napoleón más que un solo plato: el famoso «pollo a la Marengo»; bebía poco; sus vinos preferidos eran los de Burdeos y Borgoña, más éste que aquél. Después de almorzar y comer tomaba una taza de café.

No tenía hora fija para comer, pero en esto, como en todo, era voluntarioso y en cuanto sentía apetito tenía que satisfacerlo sin demora; su jefe de cocina tenía organizado el servicio de manera que siempre estuvieran preparados para ser servidos pollos, chuletas y café; para esto asaban pollos y emparrillaban chuletas noche y día, de manera que en cualquier momento pudieran servirse.

Almorzaba en su cámara y siempre invitaba a alguno de los presentes a compartir su comida, y Bourrienne, su secretario, asegura que jamás le vio comer de más de dos platos.

Un día el emperador preguntó por qué no le servían nunca crepinetas de cerdo.

Dunand, el mayordomo del emperador, se quedó pasmado ante ese capricho, y contestó:

—Señor, lo que es indigesto no es gastronómico.

Y un oficial que estaba presente añadió:

—Si Vuestra Majestad comiera crepinetas de cerdo, no podría trabajar de seguido.

—Cuentos, cuentos —exclamó Napoleón—; trabajaré lo mismo.

—Señor —dijo entonces Dunand—, Vuestra Majestad será servido.

Y, en efecto, a la mañana siguiente le fueron servidas las crepinetas; pero en vez de hacerlas con carne de cerdo se hicieron con picadillo de perdiz, lo que cambiaba mucho.

El emperador se deleitó con ellas y dijo a Dunand:

—Están excelentes; os felicito.

Napoleón, en campaña, se pasaba a menudo el día entero montado a caballo. Solía colocar en los arzones de la silla pan, vino y un pollo asado. Generalmente compartía esta frugal comida con su ayudante.