El chocolate

María Mestayer de Echagüe
«Marquesa de Parabere»

El chocolate

Los autores americanos dicen que los nativos de Méjico consumían y apreciaban el chocolate de tiempo inmemorial. Pero si creemos a Herrera estaba reservado a los jefes y guerreros, pues los granos de cacao servían para el intercambio de mercancías, de anera que tan sólo los muy ricos podían proporcionarse el lujo de sorberlo puro adicionado de miel y perfumado con una fruta parecida a la piña.

De esta bebida siempre había preparada gran cantidad en el palacio de Moctezuma, donde se conservaba en ánforas de oro puro, y de la que hacía gran consumición el emperador; Bernal Díaz del Castillo dice: «Moctezuma la bebía para fortalecerse cuando iba de caza».

El pueblo tomaba el cacao mezclado con harina de maíz, y esta papilla, llamada «atol», que se adquiría en el mercado, era tan necesaria para los nativos como para nosotros el pan.

* * *

Hoy día el chocolate es un comestible vulgar y corriente más o menos bueno, según la cantidad de cacao que le integre.

El vocablo «chocolate» es de procedencia india, y servía para designar una bebida especial en que entraba una parte de cacao, no pareciéndose en nada a nuestro chocolate. El delicado paladar de los europeos no se hubiera avenido a ello, y menos aún el de los españoles, que en esa época estaban a la cabeza de la civilización y del refinamiento. Este brebaje les pareció sumamente desagradable y lo rechazaron asqueados. En efecto, había que estar acostumbrados para tolerar esa horrible mezcolanza de maíz y cacao groseramente machacado, cocido con agua y fuertemente sazonada con «chita» (pimienta mejicana, muy picante).

Sin embargo, el que tomaban los jefes era más tolerable, pues le añadían miel y magüey. Sin duda alguna esto les sugirió a los españoles añadir azúcar al cacao, que habían trasplantado a las islas Canarias. El azúcar atenuó el amargor del cacao, y pronto se aficionaron los españoles a esta bebida. El chocolate conquistó al Nuevo Mundo, constituyendo el desayuno predilecto de los criollos. Al compás de la demanda se fabricaron en grandes cantidades para la venta. Por las mañanas las calles se llenaban de puestos donde se expendía chocolate a los transeúntes; algunos le añadían achiote[29].

Viendo el incremento que tomaba al chocolate, algunos comerciantes abrieron unos establecimientos llamados «chocolaterías», y en tiempos de Tomás Gaje (1785), comandante del ejército de América del Norte, existían muchas chocolaterías, establecidas a orillas del canal de la Jamaica, que estaban siempre concurridísimas. Alegres orquestas metidas en barcas deleitaban con sus conciertos a los concurrentes (esto lo hemos copiado, creyendo que lo inventábamos…).

Los frailes de la ciudad de Guajaca, muy hábiles en la confección de alimentos, aportaron grandes perfeccionamientos a la fabricación del chocolate, aromatizándolo con perfumes variados y exóticos: vainilla, flores de orejavala[30] y avellanas tostadas. Las damas criollas adoraban el chocolate —tal vez fuera una necesidad, ya que el cacao vigoriza los órganos debilitados por la acción del clima—. Dice Acosta que no concebían la vida sin el cacao, y que las damas de la ciudad de Chiapas lo bebían hasta en la iglesia, donde se lo hacían llevar por sus esclavos. Habiéndolas reconvenido por ello el obispo de dicha diócesis, dejaron de acudir a sus sermones, trasladándose a otra iglesia. Igualmente los hombres eran muy aficionados al chocolate.

El médico español doctor Barrios cuenta que en México primitivamente el chocolate se reservó para tomarlo en el desayuno, pero que se llegó a tomarlo hasta tres veces al día: desayuno, merienda y a medianoche; y si llegaba una visita a deshora, pues se volvía a servir el consabido chocolate.

En mi niñez para merendar se servía una jícara de chocolate con media docena de bizcochos y un enorme vaso de agua con un azucarillo más enorme aún. Nunca he sido aficionada al chocolate, y menos al de mi niñez, que me parecía muy amargo y que, según vox populi, era superior exclusivamente confeccionado con cacao y azúcar, sin mezcla alguna, una «tarea» especial para nosotros, como era costumbre entonces (cuando había medios para ello, pues resultaba muy caro). Yo me admiraba al ver los aspavientos de las amigas de mi madre cuando lo sorbían, pues a mí tan sólo me gustaba el agua con azucarillo que se tomaba después; cuando fui mayor, mis amigas, que todas rendían culto al buen chocolate (amargo) solían incriminarme diciendo que «yo no sabía tomar chocolate».

En Bilbao, en la antiquísima calle Somera, frente a la iglesia de San Antón, vivió una excelsa dama: doña Dolores Gutiérrez de Muñiz de Tejada. Esta señora, que era además una excelente amiga, recibía a diario, obsequiándonos siempre con una agradable merienda; pero los lunes nos daba un «chocolate», donde nos reunía a más de treinta señoras e hijas de las señoras, exclusivamente mujeres. Ese día, después de varios fiambres ¡y qué fiambres!: platos montados a la gelatina, jamón en dulce, pescados, galantinas de ave, etc., etc. —y de una serie de postres de cocina, fríos y calientes: tartas, confituras, dulces, merengues, canutillos de medio metro, helados, etc., etc.—, servían el chocolate; ¡y se lo tomaban, además, saboreándolo y remojando en ello bizcochos! (no exagero; en Bilbao son muchas aún las que han disftutado de los «chocolates de doña Dolores», y a ellas remito al lector); yo era la única que pedía té, y a veces agua de Borines…

Mi marido me solía decir: «No me gusta que meriendes en casa de Dolores, pues esos días no cenas». ¡Dios mío! Recordándolo, pienso: ¿Dónde metíamos tanto? ¡Y con lo que habíamos comido al mediodía!

Después de esa pequeña digresión es hora de que volvamos a América.

Las clases bajas de México tenían en tan gran aprecio el chocolate que, según el mismo doctor Barrios, se conseguía cuanto se quería de ellas a cambio de dicho brebaje.

Bien pronto el cultivo del cacao se extendió por todas las Antillas y, según dice el padre Labat, los habitantes de ese archipiélago lo cultivaban en gran escala y alimentaban a sus hijos con papillas de cacao, maíz y azúcar, comprobándose la excelencia de dicho alimento por lo sanos y fuertes que se criaban.

Según el inglés W. Hugues, el pueblo bajo de la Jamaica, antes de ponerse a trabajar, absorbía siempre una o dos tazas de chocolate hecho con cacao, galleta cazabe[31] y azúcar. Algunos lo perfumaban con canela, otros con clavillo y algunos le añadían pimienta; se tomaba en calabazas vaciadas en forma de medias esfera o en medias cáscaras de coco.

El chocolate en Europa

Los españoles, durante muchos años, conservaron el secreto de la fabricación del chocolate. Lo traían ya fabricado de América, pero andando el tiempo se fabricó también en la Península. Según costumbre del Cuerpo médico, éste se apoderó de dicho alimento y lo sometió a un «serio» análisis —dados los conocimientos de la época, supongo que sería más serio que científico—. Apoyado en erróneos prejuicios, dictaminó que el cacao era la sustancia más fría del mundo. Para remediar dicha frialdad se convino adicionar a la pasta de cacao todas las especies conocidas: canela, nuez moscada, pimienta, jengibre, cardamomo, almizcle, ámbar…

En España bien pronto fuimos más aficionados al chocolate que los mismos criollos, e igualmente censurados por el clero, considerando que el uso inmoderado que hacíamos de él era ya gula.

Un florentino llamado Ailtonio Carletti introdujo el chocolate en Italia, y en Francia lo puso de moda Ana de Austria, hija de Felipe III y esposa de Luis XIII de Francia. En Francia al principio no cuajó. Como siempre, fueron las Órdenes religiosas las difundidoras de este comestible. Los monasterios españoles enviaron chocolate a los monasterios franceses de su Orden, y esto hizo que se difundiera por todas las capas sociales.

En sus Memorias, el mariscal de Belle-Isle cuenta lo siguiente: «El legente no tenía petit lever[32], pues este príncipe, más discreto que decente, no quería exponer a las miradas maliciosas de los cortesanos los encantos de las bailarinas de la Opera o de “honestas” damas que habían compartido su lecho. Así que Su Alteza Real se presentaba en el salón de audiencia ya vestido, y se contentaba con desayunarse con chocolate mientras recibía a sus deudos y amigos. A esto se llamaba “ser admitido al chocolate de Su Alteza Real”».

Hacia fines del siglo XVII las fábricas de chocolate se multiplicaron en Francia pero la protección y casi el monopolio de los cacaos de las colonias españolas perjudicó al perfeccionamiento de este producto. Las fábricas francesas no podían trabajar más que con cmanera que con cacaos inferiores, de manera que durante el siglo XVII los franceses daban la preferencia a los chocolates españoles e italianos, y hasta el siglo XIX no se perfeccionó su fabricación en Francia.

Volvamos a España. Llegó a tal desenfreno el uso del chocolate que Molina, en una de sus comedias, satirizó el abuso que se hacía de él.

En el año 1614 los alcaldes de casa y corte mandaron pregonar por toda la villa que «nadie, ni en tienda ni en domicilio ni en parte alguna, podía vender chocolate como bebida».

La prohibición de venderlo «en bebida» se mantuvo durante varios años contra viento y marea.

En 1650 un procurador acudió a la sala de dichos alcaldes exponiendo que su padre era «persona pobre y honrada, y para sustentarse ha tenido por trato y granjería elaborar chocolate y venderlo en bollos, cajas y pastillas, y asimismo para bebida en su casa, y porque esto siempre ha sido con muy gran pundonor y a toda satisfacción, y a la postura que se diese para ello pedían el consiguiente permiso».

La sala respondió que lo hiciera y vendiera «siempre que no sea en bebida».

Cada cual acudía con algún nuevo pretexto para recabar la licencia para chocolatear por sí o mediante criados, en casa o en las calles y los alcaldes, concediendo unas veces y negando otras, fueron dando lugar a que en los últimos años del siglo XVII Madrid presentase el aspecto que a continuación se describe, según el inapreciable manuscrito de 1673 del Archivo Histórico Nacional:

«Hase introducido de manera el chocolate y su golosina, que apenas se hallará calle donde no haya uno, dos y tres puestos donde se labra y vende; y a más de esto no hay confitería, ni tienda de la calle de las Postas, y de la calle Mayor y otras, donde no se venda, y sólo falta lo haya también en las de aceite y vinagre. A más de los hombres que se ocupan de molerlo y beneficiarlo, hay otros muchos y mujeres que lo andan vendiendo por las casas, a más de lo que en casa una se labra. Con que es grande el número de gente que en esto se ocupa, y en particular los mozos robustos que podían servir en la guerra y en otros oficios de mecánico y útiles a la República.

»Las mujeres…, unas compran el chocolate para revenderlo; otras para venderlo, dándoles tanto en libra.

»Este género está tan maleado que cada día buscan nuevos modos de defraudar en él echando ingredientes que aumentando el peso disminuyen la bondad, y aún se hacen muy dañosos a la salud, como algunas veces se ha conocido, y nunca se puede dudar viendo el coste que tiene para ser de buena calidad y los precios a que lo venden, y como está en masa no es fácil averiguar los ingredientes que le echan, y con el achiote y una punta de canela y mucho picante de pimienta dan a entender es muy bueno y disfrazan lo mucho malo que tiene y en lo que venden hecho se reconoce, pues si se atendiese no sabe más que a lo dicho y al dulce que tiene con que disimula el pan rallado, harina de maíz y cortezas de naranjas secas y molidas y otras muchas porquerías que vienen a vender a ocho o a diez reales la libra, y hasta las cajas contrahacen para que parezcan de las que vienen de las Indias, o compran algunas para mezclar y las sacan el chocolate sin romperlas, y vuelven a henchirlas de lo malo, y pestilencial que ellos hacen».

Verdaderamente que en cuanto a fraudes, adulteración Y «estraperlo» eran unos maestros.

Lo de las cajas necesita una aclaración: primitivamente el chocolate era enviado en cajas desde América, siendo el más apreciado el de Guajalca.

«Los frailes españoles obsequiaban con envío de chocolate a sus Monasterios de allende las fronteras.

»A su vez, los embajadores de España lo repartían copiosamente».

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En España nos gusta que el chocolate nos lo sirvan bien espumoso; para esto es preciso que el chocolate sea muy bueno —si contiene harina, no espuma— y que esté bien batido, para lo que empleamos el «molinillo», y un autor italiano dice que dependerá de cómo se bata, fluyare, su suculencia.

En China se consume bastante chocolate, pero el país que más consume es España. En Italia gusta mucho el chocolate helado, Holanda y Alemania prefieren los chocolates amargos. En Inglaterra se consume poco y su fabricación es inferior a la española, francesa e italiana.

Los americanos, a quienes gusta muy caliente, suelen tener unos recipientes ad hoc, hechos de cáscara de coco artísticamente labrados y colocados en pies de plata; es cosa sabida que la madera conserva más calor que la porcelana o el cristal.

La leyenda del chocolate

Según la mitología mejicana, Quetzalcoalt, jardinera del edén en que vivieron los primitivos hijos del Sol, trajo a la tierra las semillas del quacalt (árbol del cacao), a fin de proporcionar a los hombres un manjar que no desdeñaban los dioses; esta leyenda dio origen al nombre botánico, del cacao: teobroma, vocablo compuesto de Theo (Dios), broma (manjar).

Díaz del Castillo, entre los datos que da sobre el imperio mejicano, antes y contemporáneo a la conquista, dice que Moctezuma, el monarca azteca, no tomaba más brebaje que su adorado chocolatl, que era una cocción de cacao y miel perfumada con vainilla y otras especias más, que se batía hasta darle consistencia; que dicho brebaje se servía en copas de oro con cucharillas del mismo metal o de carey.

Las semillas de cacao se utilizaban como moneda, siendo la base de uno de sus sistemas monetarios. La ciudad de Tabasco pagaba anualmente al emperador Moctezuma 200 xiquipiles de semillas de cacao (aproximadamente 16 millones).

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Importado de España a Francia, no fue conocido hasta el siglo XVII. Pero antes de 1642 hubo ya una consulta hecha a Renato Moreau, célebre médico de París, por el cardenal de Lyon sobre las propiedades terapéuticas del chocolate. Unos le consideraban una panacea; otros, en cambio, como el peor de los venenos.

El chocolate fue muy calumniado. Madame de Sevigné, la célebre epistolaria, dice en una de sus exquisitas cartas: «El chocolate, que a cambio de un efímero placer mata al final con “fiebres continuas…”».

Ya que viene al caso quisiera saber lo que los franceses de los siglos XVII y XVIII entendían por «fiebres continuas», pues tanto en crónicas como en las correspondencias privadas se mencionan a cada paso las famosas fiebres continuas…

Ahora bien; la susodicha marquesa, tan conocida por su talento epistolario, en otra de sus celebradas cartas dice que su tío había fallecido a consecuencia de unas fiebres continuas; pero como también añade que tenía una «fluxión» en el pecho, nos entra la sospecha si moriría de una pulmonía o congestión pulmonar, y en otra carta dice que su yerno, M. de Grignan, tiene fiebres continuas y además un «flujo de vientre». ¿No sería una colitis o disentería?

En 1693 los chocolateros de más fama de París eran un tal Chalcon, que tenía su comercio en la calle de l’Arbre Sec, y otro tal René, en la calle Dauphine.

A lo primero no se supo si el chocolate era o no de vigilia, hasta que en el año 1664 el muy reverendo padre Francisco María —con el tiempo llegó a cardenal— demostró en un opúsculo que escribió sobre la materia lo siguiente: que si tocante al chocolate crudo cabía discusión, con el chocolate líquido hecho con agua no había lugar a dudas; no rompía el ayuno.

El chocolate, que tantos detractores tuvo, conoció igualmente sus panegiristas; hubo una época que fue considerado como una panacea; lo mismo curaba una tisis como una nefritis o la gota.

El padre Labat lo recomendaba como remedio infalible. En 1712, Flequet, decano de la Facultad de Medicina de París, consultado sobre el chocolate, declaró lo siguiente: «El chocolate es tan nutritivo y fortaleciente que no se sabe si clasificarlo como bebida o alimento».

Y el médico Bligny decía a su vez: «Está demostrado que el chocolate bien preparado es un alimento tan saludable como grato al paladar, siendo además de fácil digestión y no tiene para la tez los graves inconvenientes que se reprocha al café; todo lo contrario, siendo además un confortante para las personas que se dedican a trabajos mentales, tal los predicadores, los curiales, los literatos y sobre todo para los viajeros…».

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La reina Ana, hija del rey de España Felipe III y esposa del rey Luis XIII de Francia, era una entusiasta del hispano chocolate y quiso imponerlo en la Corte del Louvre. Richelieu lo apreciaba; en cambio Luis XlV, hijo de Ana, lo aborrecía, mientras su esposa María Teresa, hija de Felipe IV, lo ingería en cantidades tales que le achacaban la podredumbre de sus dientes.

Madame de Morteville, autora de unas célebres Memorias y confidente de la reina Ana, cuenta que habiéndose trasladado ella y otras damas a Fuenterrabía[33], con el propósito de presenciar los desposorios de dicha infanta María Teresa con Luis XIV, fueron obsequiadas en el domicilio de Pimentel con chocolate y bizcochos, «la gran golosina de España».

La condesa de Aulnoy, en su viaje por España, 1679, nos describe una merienda en casa de la princesa de Monteleón:

«En casa de la princesa nos sirvieron un agradable refrigerio. Se presentaron dieciocho doncellas con grandes bandejas de plata rebosantes de confituras de albaricoque, cerezas, ciruelas y otras varias frutas, envueltas de una en una en papeles dorados y recortados por las puntas como un fleco. Esto me pareció, muy bien y extremadamente limpio, pues así los dulces que se comen se llevan a la boca desenvolviéndolos con cuidado sin pringarse los dedos, y también es posible guardar algunos, como se acostumbra, sin ensuciarse los bolsillos. Hay señoras que después de atracarse hasta reventar sacan seis o siete pañuelos[34] que para esos casos llevan y los llenan de dulces. Aunque parezca esto un abuso[35], a todas las demás, pasa como inadvertido, y tanta es la cortesía que cuando han colmado sus provisiones aún se les ofrece nuevamente que repitan. Las que así se portan anudan sus pañuelos y los dejan atados al miriñaque con un cordón».

Supongo que este bonito escaparate se lo colgarían tan sólo por delante, pues con la costumbre que teníamos entonces de sentarnos en el suelo[36] sobre cojines, peligraría; bueno, aunque se hubieran sentado en butaca…

Y sigue describiéndonos el refrigerio la charlatana de madame de Aulnoy:

«Después de los dulces nos dieron buen chocolate, servido en elegantes jícaras de porcelana. Había chocolate frío, caliente y hecho con leche y yemas de huevo. Lo tomamos con bizcochos; hubo señora que sorbió seis jícaras, una después de otra, y algunas hacen esto dos o tres veces al día. No extraña ya que las españolas estén flacas, pues no hay cosa más ardiente que el chocolate, del que tanto abusan; además cargan de pimienta y otras especias cuanto comen, de modo que debieran abrasarse».

Ya lo saben mis lectoras, para conservar la línea: atracarse de dulces, pimienta y especias, y sorberse de doce a dieciocho jícaras de chocolate con bizcochos —mucho más fácil que rabiar de hambre, como hacen muchas…

La marquesa de Sevigné, detractora luego del chocolate, pero a lo primero entusiasta de él (siempre seguía la moda), dice en una de sus célebres epístolas: «Antes de ayer, para digerir mejor la comida, tomé chocolate, y ayer lo tomé para alimentarme, y así pude ayunar hasta la noche; esto sí que es admirable, que sus efectos correspondan a la intención». (¿No nos tomará el pelo la marquesa…?).

Se ve que el chocolate se consideró por algún tiempo como un medicamento y hace recordar el célebre dicho sobre una nueva droga:

«Dése prisa en tomarla mientras cura».

Hoy día, la muy elegante madame de Sevigné no se ocuparía de un alimento tan vulgar, que se vende en la más modesta tienda.

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En 1580, por primera vez llegó el chocolate a la Península, donde su fabricación fue mejorando paulatinamente. España, por mucho tiempo, procuró mantener en secreto su laboreo, conservando además el monopolio del cacao, hasta que Felipe V, en 1728, lo vendió. En Francia lo conocían, pero no tomó incremento hasta 1776, que fue cuando se fundó la «Chocolatería Royale», bajo el reinado de Luis XVI.

En Italia fue introducido en el año 1600 y en Inglaterra en 1667. Los alemanes lo probaron por vez primera en 1671, extendiéndose luego por todo el mundo.

Hernán Cortés, en una carta dirigida al emperador Carlos V, ensalza las excelencias del cacao y la resistencia que opone a las fatigas corporales.

Brillat-Savarin, en su libro Los Clásicos de la Mesa, recomienda el uso del chocolate como una «sustancia tónica estomacal y digestiva», y añade que las personas que lo consumen a diario gozan de una «salud siempre perfecta» y que el «chocolate perfumado con ámbar es un producto excelente para las personas agotadas por exceso de trabajo, mental o material».

Y ahora que juzguen mis lectores; pero antes de dictaminar sobre el chocolate fíjense bien que éste ha de ser hecho exclusivamente con cacao y azúcar… Y no quiero extenderme más.